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Cuando yo estaba chica, lo de moda era el fin del mundo. En las noticias se hablaba de la profecía de los mayas, del calentamiento global y de delfines con bozales accidentales hechos de tiritas de plástico. Me entró un miedo tremendo que me llevó a reunir en una mochila una selección pequeña de mis cosas favoritas: un par de discos, unos libros, algún juguete, una libreta y varias plumas para registrarlo todo. 

                    Cada cierto tiempo, según cambiaba el detonador del apocalipsis, agregaba más artículos: una linterna para caminar entre los derrumbes, un paraguas portátil para los huracanes, trampas para las ratas, insecticida para las cucarachas, un flotador para el diluvio, una cámara por si llegaban los alienígenas. Cargaba con esa mochila a todos lados anticipando el comienzo súbito del fin del mundo. De tanto cargarla, la cinta se me marcó en el hombro. 

                    Un día sonó la alerta sísmica. «Hoy se acaba», pensé, «la tierra se abrirá y nos tragará por completo». Bajamos a la zona segura del patio. Vi a mi alrededor y sentí lástima por todos. Si se termina el mundo nadie tendría consigo sus objetos favoritos, solo yo. Ilusos. Tontos. Sobra decir que el mundo no se acabó ese día. 

                    Pasaron algunos meses y fui restando el contenido de la mochila. Mis cosas se estaban maltratando por llevarlas a todos lados sin siquiera usarlas. Me dejé de supersticiones y guardé todo en casa. El fin del mundo no llegaba.

                    Pasaron décadas. En cuanto me convertí en adulta, olvidé esa etapa. Y no es que haya superado mi miedo al fin del mundo, solo que encontré otras cosas a las cuales temerles más. A esto se sumó que cada lustro, un billonario decía haber desbloqueado la capacidad de habitar un nuevo planeta, y otros, incluso, prometieron llevarnos a otras galaxias. Así que podíamos desechar la Tierra e irnos a vivir a Marte. Que se acabe el mundo, pues, para ir a estrenar otro. 

                    Hoy se escucharon las trompetas. Hace mucho que no hay agua. Los animales ya están todos muertos o contaminados. Los vegetales, más que calmarte el hambre, te causan cascadas de vómito negro. Y yo, ilusa, débil, tonta, moriré lejos de mi mochila del fin del mundo.

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