La fianza

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Hace algún tiempo acompañé a mi madre al banco. La verdad es que no quería ir, así que me excusé y dije que tenía demasiada tarea. Sin embargo, ella insistió ya que necesitaba pagar una gran suma de dinero y no quería ir sola. Yo no sabía qué necesitaba pagar y por qué era una cantidad tan elevada, seguro que tomaría al menos dos años volver a juntar esa suma. Así que cuando pregunté qué necesitaba pagar y a quién, con recelo y desconfianza evitó la pregunta. Estaba tan a la defensiva que parecía que no quería, ni siquiera, que observará la bolsa donde viajaría el dinero. Dejando mis deberes, que no eran tan interesantes como averiguar la razón del gran pago, salimos rumbo al banco. 

Mientras caminábamos por aquellas calles tan vacías y tristes, la tensión aumentaba; era muy estresante caminar con tal cantidad de efectivo a través de esa colonia destartalada y vieja. Y seguro que mi madre sentía lo mismo, así que, para acabar un poco con la tensión, pregunté una vez más por el dinero. Pero con las respuestas negativas y la escasa información que me daba solo podía hacer conjeturas vagas. Tal vez era para comprar vestidos nuevos, para algún familiar en apuros, para reparar, por fin, el carro que llevaba años sin uso, para unas vacaciones familiares —las primeras en años—, para el enganche de una casa, en fin.

Era tanta la insistencia de mi madre para que no me enterase que me hizo esperar fuera del banco, en aquella banca, frente a los grandes ventanales que recubren las acciones financieras, como si fueran algo prohibido. Antes de entrar me agradeció por acompañarla y dijo que con ese dinero un sueño se haría realidad. Fue entonces cuando me vino a la mente una vieja canción que mi padre solía oír de vez en cuando, un hombre que por mal de amores arremetía con furia contra un banco; una piedra, el instrumento del acto. Y la vi en mi mano, no supe cómo llegó ahí, pero estaba. Seguro que con ese dinero mi madre podría pagar una buena fianza por daño a propiedad privada. Me levanté, tomé impulso, alcé mi brazo —quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra— y el cristal explotó en mil pedazos. Pero nunca supe si eso, en realidad, pasó…

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