Dejar ir

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Han pasado un par de años, creo. Mi memoria se torna borrosa cuando pienso en aquella tarde. No podría decir con exactitud la fecha, ni qué fue lo que hice tras salir, aturdido, de aquella cafetería de Santa Fe. Lo único certero en mis recuerdos es la fría sensación que dejaron las lágrimas mientras se deslizaban lentamente por mi rostro, atravesándolo, sin darme cuenta, desde mis pómulos hasta mi barbilla.

Tal vez han pasado más. Después de ese día, nos encontramos otras pocas ocasiones: al inicio, las brasas de lo que fue seguían ardiendo débiles, casi imperceptiblemente, pero lo suficiente como para mantener un ligero calor entre nosotros; pero con cada encuentro, las diminutas ascuas continuaban consumiéndose sin ser ya reemplazadas hasta que eventualmente la llama agonizante se apagó por fin. Al menos para ella.

Definitivamente han pasado más. Hoy, después de cuatro años, he vuelto a soñar con ella y, como cada vez que sucede, me he dicho que han pasado solo un par de años. No ha sido un sueño especial, solo bromeábamos sobre cosas sin importancia, pero ver su imagen es lo único necesario para que mi vida se impregne de un ambiente nostálgico que tarda días en desvanecerse.

¿Qué le diría si coincidiéramos nuevamente? Probablemente, le haría tres peticiones. La primera, que olvidara la promesa que le hice en Santa Fe: «siempre te amaré». Ya no lo hago. Cambié. Ella cambió. Ya no somos las mismas personas que se enamoraron. Además, su lugar ya fue ocupado hace tiempo. La segunda, le rogaría que dejara de pasearse por mis sueños, pues es molesto el efecto que sus escapadas tienen en mis días. Y, por último, la tercera, le pediría que me enseñe a dejar ir.

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