El origen de la herida

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Una vez me pidieron explicar mi dolor. No supe responder en ese momento con palabras, sólo moví las manos sobre mi cuerpo, como si algo me recorriera de arriba hacia abajo sin control. Ahora, mucho tiempo después, sigo sin poder encontrar una sola palabra que resuma todo el dolor que he albergado. No me es fácil concebir una respuesta sin divagar en todas las noches en las que sentía que iba a morir. 

A veces, mi dolor se presenta como una tortura física, como si mis huesos se estuviesen rompiendo uno por uno. Este suplicio me arrebata el sueño, dejándome boca arriba sobre la cama durante horas, los ojos abiertos mirando un punto fijo en el techo. Pero he de admitir que la mayor parte del tiempo el dolor se me presentaba en el alma. Ah, ¿qué cómo sé que es en el alma? Lo sé porque surge desde mi interior, en el pecho, y se va expandiendo a través de mi cuerpo con un ardor venenoso. Este dolor puede tomar la forma de un par de manos ásperas que arañan mi interior y se detienen al llegar a mi garganta, o de unos labios gélidos que intentan robarme el aliento. 

Pero es en las noches de silencio, esas de paz y tranquilidad en las que la única luz que hay en mi habitación proviene del farol del otro lado de la calle, y justo cuando ha pasado el último auto, cuando no siento absolutamente nada. Y eso me aterra más que cualquier dolor físico que he vivido, porque me da la impresión de que he muerto sin darme cuenta, y me he quedado atrapada en esa habitación tenuemente iluminada y sin ningún sonido para toda la eternidad. 

Sé que para despedirme del dolor que me genera necesito sanar desde el interior, pero me temo que no podré hacerlo hasta que descubra el origen de la herida. Y me he dado cuenta de que no importa qué tanto corra y corra, al final uno no puede escapar de sus sombras.

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