El tiempo que pasa sin pasar

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Mi alarma suena a la misma hora, como todas las mañanas desde que cumplí diecisiete años; la apago para dormir un poco más. Las rutinas que me mueven desde hace años se ven inmóviles cuando las pienso en pasado, porque mi vida no ha cambiado, pero es diferente. Mi trabajo es nuevo, mis hermanos ya no están, mi escuela se terminó; pero yo estoy aquí. 

Pienso en mi adolescencia. Estoy obsesionada con el periodo más creativo de mi vida, con la versión más intensa de mí misma; la extraño y siento mucho no haberla honrado como se lo merecía. Pero no puedo evitar sentir que la vida siempre tratará de lo mismo: disculparme con mi versión pasada por no haber tenido las agallas para hacer lo que quería. Sigo pensando que tengo tiempo suficiente, pero crezco y cambio, dejándola en el pasado. La amo y, cada vez que muere, le lloro. 

Pero le lloro a alguien que sigue aquí cuando me peino las cejas o cuando escribo una carta, porque no voy al mismo lugar, pero la alarma sigue sonando a la misma hora. Todas mis versiones, cuando el tiempo me alcanza, encuentran su lugar detrás de la persona en la que me convierto.

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