La mujer en el espejo

pexels-drigo-diniz-3230126-scaled-thegem-blog-default

Aquí estoy otra vez, encerrada entre las paredes del baño, sintiendo cómo mi pecho se hunde, mi cabeza palpita y mis lágrimas se desbordan. Saboreo la salinidad de mi tristeza, me levanto del suelo y al verme al espejo, una mujer desconocida me sonríe. La admiro detenidamente, a pesar de los constantes golpes que su esposo estrella contra la puerta; sus ojos centellean una irracional mezcla de tristeza, enojo y amor, que son coronados con la negrura de sus lágrimas.

Su devastadora figura me provoca arcadas tan fuertes que no puedo hacer más que vomitar mi propia bilis. Los golpes de la puerta cesan, el silencio reina por horas hasta que finalmente escucho cómo el esposo ruega por su perdón y se convierte en el hombre encantador del que ella se enamoró. Ella, tras una guerra mental, abre la puerta y se reconcilian en el mismo lugar en el que la agredió. Veo cómo se entrega a él una vez más, veo cómo él la procura y la posee como si fuera una cosa que al romperse vuelve a la normalidad. 

Todo parece primoroso hasta que, una noche, él llega perfumando toda la casa con alcohol, se convierte en bestia una vez más, la golpea sin piedad y ella comienza el ciclo nuevamente, pues anhela aquellos inicios de magnífico amor. Sin embargo, no recuerda que en un inicio él también era violento, aunque, ¿cómo recordarlo si fue su paño de lágrimas ante la muerte?, ¿cómo hacerlo cuando lo ama más que a sí misma? 

El tiempo pasa, su piel se seca, sus sonrisas escasean y se hunde en ella misma. La veo cada vez más hasta que, un día, la puerta no se cierra y mi mano traspasa el espejo. Me aferro a ella con tal intensidad que nos enraizamos como lágrimas de amor. De nuestra tristeza, brotan hermosas flores rojas acampanadas que nos enseñan a amarnos sin lágrimas negras de por medio.

Al tenerla unida a mí, me doy cuenta de que nadie me recordará, pues mi existencia en unos años se esfumará con la ceniza de mis huesos. De mí sólo quedará el aliento de un amor doloroso. Con todo esto en mente, me quiebro, me quiebro al pensar en las mentiras que brotaban de mí para excusarlo, me quiebro al escuchar los llantos de mi hija, pues pensará que el amor es estar pintada de morados verduzcos, así como yo lo aprendí de mi madre. Me quiebro, porque aún ahora, tras arrebatarme la vida con aquel golpe que me unió con mi reflejo, lo sigo amando y perdonando, aunque para él sólo soy una cosa que se rompe.

33
X