Las cosas del universo existen cuando otras cosas más pequeñas se unen, pero también cuando se rompen.
Vivimos en un espacio-tiempo rebosante de caídas, explosiones, revoluciones y mucho desorden.
Miles de células se mueren diariamente y sus cadáveres se vuelve el polvo con el que se ensucian los zapatos.
La tierra se abre, los edificios se derrumban y las cosas en ellos caen y se rompen; porque pareciera que la tierra es el recipiente donde caen las cosas para destruir y para crear otras cosas.
Lo que conocemos como vida parece ser una secuencia aleatoria donde el dolor y la satisfacción se alternan; hay puntos de quiebre y hay líneas rectas que construyen una estabilidad relativa.
Somos humanos y no podemos dejar de rompernos porque el ritmo del universo pareciera seguir una ley de movimiento en la que resulta necesario romperse o romper a los demás para seguir siendo humanos.
Romperse excita porque sabemos que cuando un objeto se rompe libera la presión que llevaba adentro; se hace necesario tener sueltas las piezas del rompecabezas, que se pierda lo concreto, que las cosas dejen de tener orden y empiecen a tener sentido.
Usualmente la muerte no nos rompe, nos rompemos nosotros pensando en ella.
Nos rompemos adivinando dónde están las trampas; nos rompemos viendo al precipicio y nos rompemos cuando nos escabullimos dentro de las superficies suaves.
Si logramos sentir un poco de control, deberíamos elegir quién y cómo queremos que nos rompan. Porque la realidad es que estamos constantemente saltando a lo desconocido, con el miedo latente y las heridas descosidas.
Es una realidad que la libertad es una escala con puntos cohibidos desde donde ya naces roto y debes encontrar la magnitud de tus capacidades más que la profundidad de tus miedos.
No podemos flotar sobre la realidad, tenemos que poner los pies firmes sobre el duro presente, para luego saltar una y otra vez tomando nuestros enteros y nuestros pedazos, sin miedo a rompernos.
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