Se aprende a dejar ir

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Temprano me di cuenta que mi camino, aquel que mis emociones, ideas y anhelos me señalaban, me parecía cada vez más lejano. ¿Qué tantas cosas he dejado de hacer? ¿En qué momento cometí un error con las decisiones que tomé como para distanciarme de mi pasión por las letras, la cultura y la reflexión? 

Intento ser menos duro conmigo cuando recuerdo que la crisis económica provocada por pandemia fue la que me orilló a abandonar mis proyectos para conseguir plata suficiente para la papa y el techo rentado que tenía sobre mí.

Pero esa fue la cuestión, preferí el techo con sus comodidades citadinas a mis proyectos y al hecho de retornar al hogar de mis padres y vivir en la periferia. El orgullo y la terquedad por (querer) ser fuerte e independiente me costó mis pasiones, anuló en muchos sentidos la vivacidad de mi espíritu rebelde.

Las ventajas del techo citadino venían acompañadas de amistades, esas con las que compartía mi cotidianidad a diario, que conocía y me conocían desde antes incluso de cumplir la mayoría de edad. Esa fue, quizá, la razón de mayor peso para soportar ver cada vez más lejos mis anhelos: que no perdería esas amistades si continuaba viviendo con ellas.

Pasados ya más de dos años de una pandemia, estas últimas semanas al fin he retomado, de a poco, eso que me apasiona. Viviendo el día a día desde las pesadas calles de un barrio alejado de todo, muy a la periferia de la ciudad monstruo que tanto cariño me ganó. Con menos amistades y menos contacto con aquellos que me conocían: he comenzado a pensar en la inmadurez de mis acciones.

Todo eso que pensé que debería estar haciendo, todos esos otros proyectos convertidos en ilusiones, charlas o en pausa, ya no son ni serán. Lo atravesado en este periodo de la historia lo cambió todo, incluido a mí. Solo queda iniciar de nuevo.

Ahora que regreso con paso trémulo a poner las manos sobre mi propia imaginación, procuro preguntar menos y hacer más. Vivo porque vivo.

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