Tiempo de caracol

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Compré una maceta con forma de caracol en una tienda. Era un regalo para un día donde las parejas entornan la mirada a mil kilómetros de distancia con el pretexto de volver a verse. El caracol de cerámica representaba el estado anímico de mi pareja: cuando vi la maceta, lo vi a él. Sentí temor de espesar este frágil lazo metafísico que nos une o que se rompiera como se rompió mi primer dibujo de preescolar. Como se rompieron las cartas de la infancia que algún día mi verdugo dictaminó inútiles.
Salí de la tienda, crucé varias calles y pasé al departamento por mi perrita para sacarla a pasear. Al cerrar la puerta, el perro vecino se acercó efusivamente hacia nosotras y mi perrita emprendió su misión de dragona guardiana. Ladró muy fuerte y me jaló de la correa hacia el vecino. En un brazo llevaba el caracol dentro de una bolsa y, en un instante, cayó a la banqueta sin poder siquiera sujetar mi aliento. 

Al escuchar la cerámica romperse, cambié de rol y comencé a ladrar mientras mi perrita observaba sorprendida al caracol hecho pedazos. “Estoy cansada de creer que no sé sujetar bien las cosas”, pensé. Quisiera sostener al caracol, la correa, las llaves, los dibujos, las cartas, la alegría de alguna infancia, todo simultáneamente en una dimensión distinta. “Imposible”, me respondió mi razón. Algo tuvo que caer con la gravedad del instinto y lo único que pudo haberlo rescatado de la ceniza fue mi intuición y la memoria. El miedo se encarnó en un grito de decepción y tragué mi rabia con los huecos salivales. Recordé el arte japonés kintsugi para reparar el daño, aquella técnica cuya finalidad consiste en recrear la belleza de un utensilio cerámico roto a través de líneas brillantes de oro. Me calmó pensar que la maceta tendría fracturas reparables, pues eran más de cinco piezas irregulares de buen tamaño. 

Descubrí una emoción que nombré tortugación. Me sentí atortugada. Decidí que así me iba a referir al sentimiento que nos dan las cosas rotas, a las que atribuimos un carácter de vital importancia. Cada cosa genera un sonido particular al romperse: la vajilla, un vaso con agua, una pelota, una ventana, un globo, un tobillo. Una cabeza cuando resuelve esa ecuación de grado emergente. Observé cómo mi preocupación iba tejiendo el hilo que comunica a mi memoria de ballena con la fantasía de mi pareja: si lo estiro demasiado fuerte hacia mi lado me quedaría sin la ilusión de sostener ningún caracol.

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