
Alfonso estaba molesto por no hacer otras cosas, se lo reprochaba/recordaba/recalcaba/reprendía. No necesitaba ser específico, cualquier actividad se le antojaba mejor que aquello que hacía: solamente leer. Su hermano, de un lado a otro, con herramientas e instrumentos, siempre haciendo algo, en movimiento, inhalando y exhalando vida por donde pasara.
Alfonso, siempre posando sus ojos sobre el papel, envidiaba a Rubén, aunque fuese incapaz de admitirlo. Lo envidiaba y lo admiraba con igual intensidad. Lo admiraba, y le frustraba no poder emularlo. Pero ¿en verdad no podía? En ocasiones lo intentaba, sin embargo, fruto de la prepotencia y no del esfuerzo disciplinario, sus intentos le costaban caro: los errores mermaban su confianza, lo golpeaban justo donde era más vulnerable. Acababan con su autoestima.
Cada vez más menguado, con cicatrices en los dedos, en la frente, con moretones, berrinches, golpes y mentadas de madre durante esta larga travesía, se había terminado por resignar. Había elegido los libros por cobarde. Se refugiaba en ellos con fingido desinterés por lo externo, pero ya no los devoraba como antes: su atención se hallaba dispersa, no podía centrarla en nada. Lo volvía loco.
Escuchó a su hermano manipular el taladro, estaba poniendo unas repisas, y deseó con todas sus fuerzas entrar a su cuarto pateando la puerta, enfurecido, y gritarle que lo dejara leer en paz, que se largara de una maldita vez, que se callara, que dejara de opacarlo/humillarlo/disminuirlo. Sabía que no era la intención de Rubén, pero lo hacía, lo hacía siempre.
Deseó sacudirlo, golpearlo, hacerle comprender lo mal que en ese instante se sentía. Rubén, su hermano menor que parecía el mayor, y Alfonso, por otro lado, que solamente lo había admirado…
Alfonso, que quería ser como él, sabiendo que apenas se llevaban un año de diferencia… Entró abriendo la puerta de golpe y se plantó al pie de las escaleras metálicas.
–¿Podrías…, por favor… —Su voz, al fin, se quebró, pero apretó los puños, inhaló profundamente y logró espetar—: podrías enseñarme lo que puedas enseñarme, de una puta vez?
Y quien rompió primero en llanto no fue Alfonso, sino Rubén, dándole pie para que él hiciera lo mismo.
—Carajo, hermano —le dijo una vez abajo—. Ya me tenías desesperado. Y a mamá también, y a papá. Pero sabía que reaccionarías. Te tardaste muchísimo en dejar tu orgullo de lado. Solo tenías que pedirlo.
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