Divagaciones

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Para mi padre

 

— Toda palabra es un enigma — Siguiendo a Aristóteles, un enigma es una contradicción, una bella disparidad entre el sonido de las palabras y el objetivo de la mente. — El enigma es la expresión del dios.  

 

Como sucede con las mejores cosas de la vida, la literatura no sirve para nada. Hay quien busca soluciones definitivas en su disparidad de formas. Terrible error. Alejada de la forzosa utilidad impuesta por la sociedad secular, la literatura siempre ofrece nuevas interrogantes. ¿Cómo podría ser de otro modo? Una imagen abre otra imagen consecuente. Pero, ¿no es ésta la fórmula de todo conocimiento? ¿Una imagen que conduce a otra imagen? La literatura es un conocimiento del simulacro a través del simulacro. 

 

El libro frente a ti ya no es el mismo. Ninguno lo es —

 

Entre la vigilia y el sueño una mano escribe a ciegas, guiada por súbitas revelaciones. La mente del escritor ha sido atravesada por una fuerza imbatible. Tan pronto así lo decida, esa fuerza lo abandonará como si se tratase de un sucio muñeco de trapo. Hasta entonces, nadie conseguirá despegar la sombra del escritor del escritorio. — Pero llega el momento en que todo escritor se pregunta por la naturaleza de su oficio. Y ésta no fue la excepción — «¿De dónde vienen mis palabras?» La mano deja de escribir de golpe. La boca comienza a farfullar. «Mis palabras son fruto de mi necesidad… Pero ¿de dónde proviene la necesidad?» Imaginemos el desenlace. Si el escritor es lo demasiado arrogante como para negar que la fuerza de sus palabras antecede incluso al bello desorden de su imaginación, así como sucede al caminar, mientras más piense, más lejos estará del horizonte deseado. 

 

-Algunos libros encuentran a sus lectores

 

¿Habrá lector que no pierda su identidad entre las páginas de un libro? Sí: los malos lectores. Vaya paradoja. Un buen lector suelta el globo de su raciocinio y se sacude todo rastro de responsabilidad.   

 

El diablito

Ni siquiera se percató del lugar al que lo habían conducido sus verdosas alas. Recostado sobre el jardín del templo, El monte análogo entre sus manos. Tan absorto estaba que jamás advirtió el arribo de una cegatona monja. «¡¿Qué no tienes mejores cosas que hacer?! ¡Deja de perder el tiempo y haz algo productivo!», le gritó. El diablito hervía de ira. Para algunos la lectura aún era el punto de encuentro entre su soledad con la soledad de algún innominado Dios. Pero en el mundo moderno, ávido de productividad, leer parecía una pérdida de tiempo.

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