Noticias de la vía (Elegía a un Vocho)

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Noches trasnoché; imaginé mi vida en la sintonía de música silenciosa, deseando que la banda sonora de mis días y noches, ocios y obsesiones, placeres y torturas fuera la de tus cuatro cilindros. Vivo cubierto en una manta para guardar aquello que jamás supe apreciar de ti: calor de tu motor, que para colmo nunca tuvo radiador y le bastaba el viento para mantenerse vivo.  De aquí parto. ¿Qué es un corazón humano sino un motor? Y, ¿qué es más humano que necesitar de nuestro mismo aire para vivir? ¿Qué es más humano que dar a otro esa señal de vida ancestral? El calor, de alguna manera, nos distingue de entre los muertos. Tú no estás vivo; nunca naciste y sin embargo algún día morirás. Todo aquello que nace algún día va a morir, ¿no? ¿Entonces por qué te sentí tan vivo si no naciste? ¿Por qué entendí el ritmo de tu corazón como algo que se repite oscilante, cada minuto? Realmente no lo sé, carroza mía; mi escarabajo de lámina.

 ¿Qué fue de tu vida, sino la angustiante espera de la muerte? Colina tras colina, poco faltó para que pasaras de máquina a pisapapeles. ¿Qué faltó, para que del fatal esfuerzo terminases entre los matorrales que sirven de guía para Saltillo? ¿Qué te hicieron los años para que perdieras aquellas tapas plateadas? Aquellos zapatos de charol tuyos tantas historias contarían, si pudiesen hablar. Hablarían de una fábrica al norte; de Tlatelolco y sus cientos de cadáveres; de las Afrika Korps y mi compañero judío; de la Luger de mi padre y de sus engaños; de tanto kilometraje que ganaste como un viejo que gana años entre trabajo, huelgas y ascenso; de incontables matorrales que potentemente observaste, sin saber que entre ellos descansarías.  

Como de aquella noche en la que te perdí, llegaron noticias de la vía. Hijo de mi hijo que vio en memoria mía los sitios de mi tormento e infancia como si de vacaciones se tratase; llegó con sus noticias a mostrarme un Vocho rojo, pequeño. Le respondí: «Una historia son esas máquinas». Una historia son esas máquinas. «Historia que algún día escucharé», me respondió. Carmesí y de plateadas tapas; ese mismo motor de cuatro cilindros y esa méndiga cadena de reducción que a cada rato daba lata. Para él, un elogio a tus hermanos vivos; para mí, una elegía a ti, de quien ya muerto nunca supe nada, como de tantos que murieron a mis espaldas.

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