
Repasando pendientes como quien cuenta ovejas, una idea se fue del rebaño, como si se burlara, dejándome náufrago e intentado recordar algo que sé que nunca aprendí.
En un último repaso, no he encontrado nada.
Quizá el aniversario con mi mujer está por llegar y no he pensado en flores, ni chocolates. Los niños, con sus juegos nocturnos, que creen que nadie escucha, me mantienen despierto por más tiempo del que me gustaría; he dejado mis atenciones hacia ellos bastante de lado la última semana. Fuera de eso, no tengo pendientes del trabajo, y de la escuela no me he preocupado en al menos dos décadas. Esos años ya pasaron, igual que mis salidas nocturnas entre amigos o las citas espontáneas con mi esposa, en las que no había planes, pero igual yo salía hacia su casa mientras ella lograba escaparse de múltiples maneras. Y cuando los niños eran más pequeños, volvimos a nuestras escapadas, la niñera como tercer cómplice nos daba las horas justas para salir. Me avergüenza recordarme a mis 30, despidiéndome enérgicamente de los chicos cuando nos miraban hasta perdernos en la calle, pero mentiría si dijera que me arrepiento.
Esas cosas tenían un sentido porque no las hacía solo. Cuando Amalia me dejó, también los dejó a ellos, porque no ha vuelto a surgir en mí algún resto del hombre que ella me hacía ser. Nuestros hijos se han quedado con un desconocido al que aprenden a tratar nada más por costumbre. Yo espero que sea así, porque no puedo hacerme a la idea de que él se llevó la felicidad de todos en la casa. Intento convencerme de que solo soy yo el que ya no se siente capaz de ser feliz, y que por eso mis hijos son incapaces de ser felices conmigo. Ellos tienen que lograrlo sin su madre, ¿pero con qué derecho voy a pedirles eso?
Debería estar haciendo otras cosas, todas con ella. Quisiera cocinar esos platos complicados los domingos por la noche, al menos tratar de no estorbarle tanto. Y el lunes temprano, que ella me acompañe en los cafés a los que amargamente se acostumbró por mí. Responder sus preguntas espontáneas en las que era fácil divagar. Y apreciar mejor los detalles que mantuvo conmigo por tantos años.
Me gustaría haberle mostrado que siempre guardé las servilletas en las que se ponía a dibujar cuando se aburría en los restaurantes. Debí agradecerle más por hacerme feliz todavía desde mis recuerdos.
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