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Habíamos retrasado nuestro encuentro lo suficiente como para cambiar mi atuendo varias veces. Al final llegué a la conclusión de que si en otros tiempos lo había arruinado todo por miedo a mostrar mi esencia, si en esta ocasión no funcionaba, al menos sería yo misma. Cuando salí de casa, una parte de mí esperaba su mensaje cancelando nuestro encuentro, pero no sucedió.
Los días en Colombia seguían presentes. Ahí, entre el aroma del tinto, las arepas fritas y la cultura afrocolombiana, nuestros universos coincidieron. Lo último que imaginé fue el hecho de viajar tan lejos para conocer a otro mexicano emocionado por aprender tanto sobre la educación como yo. Poco a poco nos íbamos conociendo mientras la ciudad nos envolvía con sus colores, con sus ritmos y con su arte.
Las conversaciones eran amenas, en el autobús, en los museos, o en los pasillos a media noche. Con frecuencia, mi mirada se encontraba con esos ojos marrones llenos de curiosidad por conocer la historia de esos antepasados que luchaban por lograr la emancipación. Sin embargo, el tiempo nos recordó que México nos esperaba, teníamos pendientes por resolver, familias que abrazar y una despedida que no se podía prolongar.
Aquella mañana, mientras algunos buscaban su equipaje y otros se reencontraban con amigos, alumnos o parejas, nosotros sonreíamos a la cámara. Luego, él depositó un pequeño dije en mi mano, como símbolo de que nuestro encuentro había sido real, como muestra de lo agradable que habían sido las charlas o tan sólo como un “hasta luego”.
Un par de semanas después, coincidimos de nuevo. La emoción superaba a la distancia, aunque habría que preguntarle a él si sentía lo mismo. ¿Podría concebir ese momento como una cita? Los nervios comenzaban a aflorar cuando lo vi. Las ojeras ya no nos caracterizaban, pero la sonrisa permanecía.
No había sido difícil decidir a dónde queríamos ir. El recorrido fue corto, mientras él me compartía sus aprendizajes y yo lo escuchaba con gusto. Un instante después, el silencio se hizo presente sin causarnos incomodidad. El viento soplaba suave y la zona arqueológica se encontraba a nuestras espaldas, mientras nosotros observábamos la ciudad entera con una sonrisa. No sabíamos lo que ocurriría, posiblemente éramos energía similar que se unió desde el comienzo, como dice aquella canción de Camarú. ¡Sería un placer que lo fuera!
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