¿El próximo instante está hecho por mí?

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Quemarme la yema de los dedos es siempre una premonición. Quemarme la yema de los dedos al voltear una tortilla y sostener la cuchara metálica dentro de la olla, es siempre un instante hecho muchas veces antes. 

Ayer lloré mientras leía un libro y revolvía la leche para evitar que se pegara al fondo. Lloraba por los cactus que se preparan para desaparecer ante la ausencia de agua, lloraba por las ausencias que pesan mucho antes de ser ausencias, por las veces que la muerte se anuncia y también por las veces en que he querido volver a los lugares a los que en realidad no hay que volver jamás.

Como cuando vuelvo y te miro y me miro con la necesidad urgente de alcanzar tus cabellos que sobre mi espalda caían. Así como cuando fui consciente de que el tiempo podía medirse en las marañas que se forman al frotar cabellos entre mis manos y que se acumulan en la ventana y en las patas de la mesa, las sillas, la cama y en todo aquello que necesite de un soporte para mantenerse en pie. Preguntarme a dónde van los cabellos que se caen es casi igual que preguntarme en dónde caen las aves cuando mueren. 

Un día, o dos, o una semana después de que muriera Macario, barrí y limpie los pisos. Recogí sus pelitos enredados por toda la casa mientras me despedía como él lo hizo ante la premonición de su propia ausencia. Mientras Macario moría, un rayo de luz entraba por la puerta de la calle. ¿A dónde fueron las aves y Macario, a dónde irá la luz, a dónde va el cabello que al caer crece porque es tiempo?

Y sin importar las veces que me lo pregunte siempre vuelvo al lugar entre la estufa encendida y mi cuerpa. Detesto la comida fría, detesto comer tortillas frías y que al resto no parezca importarle, detesto que el primer sorbo de café sea frío y que el último sea caliente, detesto que necesite olvidarlo en un rincón mientras me ocupo de la tarea siguiente o de lo contrario podría quedarme atrapada en el instante en que mis manos sostienen la taza para acercarla a mi boca.

Hoy el agua con la que me bañaba dejó de correr por la coladera. Tuve que sumergir la mano en ese hueco húmedo que inundaba mis pies. Mi reacción fue igual a quemarme aunque ahí no hubiera fuego, aunque ahí hubiera solo una maraña inmensa y espesa del tiempo que se acumula y no avanza, que inunda y se pudre hasta que una mano extendida reconoce su existencia y lo extirpa, con asco y asombro, con la certeza de que el tiempo es eso que se presiente en la punta de los dedos.

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