Esas raíces que apresan

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Ana Blandiana, en su poema Delimitaciones, pensó a las plantas como unas prisioneras de sus propias raíces. Las plantas, insinuó, son propensas a todo —a la locura, al hambre, al miedo— menos a huir. Sin conocer al poema y siendo niño, llegó a preocuparme esa cautividad: cuando iba al campo con mi abuelo, veía la milpa, las matas indomables, los grandes árboles; durante la pizca de agosto, sobre ellas y sobre nosotros se cernían nubes negras que amenazaban con lluvia, granizo y rayos. Yo corría a la camioneta de los pizcadores a protegerme y ellas se quedaban allí, en lo abierto, a recibir la tempestad. De verdad me agobiaba su situación: ¿qué tan desesperadas estarían por poder moverse, por cubrirse?

      El tiempo curó el agobio que experimenté por la irremediable quietud de las plantas (un agobio infantil o poético, depende del ánimo de quien lo juzgue). Y así como me curé, más tarde, años después, enfermé de otras cosas (no contaré cómo). Algunas se iban con medicamentos y pocas persistían, entre ellas, la infelicidad: de pronto, nada en mi mundo me inquietaba, todo me parecía postergable, remplazable. Pasé días agotando a mis amigos con charlas sobre mi desánimo, sobre las cosas que no hacía o dejaba de hacer, y largas horas leyendo libros para crearme una concepción distinta de la vida. Así encontré el texto de Blandiana, recordé a las plantas y su imposibilidad de marcharse. Me comparé con ellas y me sentí peor, porque yo que puedo recorrer calles e investigar al mundo, estaba enraizado a pesados dolores, a densas penas indescifrables.  

      Imaginé que daría igual ser una planta, si no es que preferible: no tener identidad ni rostro ni todas esas cosas que hacen al humano, no sentir la tristeza de no encontrarle un sentido al mundo. Imaginé que debía irme de la ciudad y confundirme con la flora salvaje del campo. Y lo hice: fui al monte, me tiré a esperar que de alguna manera la floresta me fecundara para unírmele. El sol fue envuelto por las nubes; me llovió, sentí las puntas de la yerba, las termitas y no sé qué otros insectos cubrieron mis mejillas. Solo eso ocurrió. 

      Regresé a casa y me senté a escribir estas líneas. Es curioso que por querer parecerme a la planta que nunca se mueve yo haya aceptado la experimentación, que es como destruir y reconstruir las montañas, el océano, todo lo que parece ser inmutable. Yo me siento un poco mejor, pero las plantas seguirán quietas y dando de qué pensar. 

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