La jacaranda

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A Jesús Ávila

Omnisciente, maligna espía,

antena enraizada en el cielo 

que capta millones de susurros

―nacidos en las chozas de magnates―,

y que cae al fondo de la tierra 

para alimentar

a un dios antiguo,

guardián de mutiladas pirámides,

útiles como basamento

de nuevos templos de acero,

donde jóvenes ambiciosos  

abren los pechos 

y extraen corazones

de cófrades vagabundos,

benditos meones, 

pues nada existe 

sin su purificación; 

antes de ellos

los objetos son inefables.  

Ella vive para la dacrifilia,

y nosotros para satisfacerla,

por eso, nos da el asfalto 

en erupción asesina,

los diluvios universales,

los genocidios consensuados…

Te veo extasiarte jacarandosamente, 

cuando pones tu manto

pasional en tus hijas, 

al son del tranco 

de un aprisionado aquelarre 

que fractura con cólera,

que pinta santamente

con sus demandas

la milenaria esquina

de la hermana prostituta.

Las niñas regresan a sus 

madrigueras olvidando tu 

nombre y tu rostro, 

con los bolsillos 

llenos de ti.

Tu fragancia

las ha envejecido… 

¿O será el pasar 

de los empleos 

por encorvarse en los

vagones del metro;

o al entender qué es la sabiduría

en los bares gay;

o al conciliar una amistad perdida

en los miles de moteles baratos;

o al mirar tu lágrima, 

donde hay ensueños

germinados y la punción obliga 

a transformarse

en una nueva jacaranda?

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