Renuncias

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Lo que debería hacer, en vez de escribir sobre gente que no puede arreglárselas, es solo renunciar a la escritura y aprender a arreglármelas. Y prestar atención a la vida misma. La única forma de ser más inteligente es dejar de escribir. En vez de eso debería estar haciendo otras cosas.

Lidya Davis

 

Soltar todo, dejar las artes y las letras, todo vicio inconducente, el deambular continuo por frases, silogismos, descubrimientos, imágenes o recuerdos. Abandonar el ocio para volcarse a recomponerse, quitarse el polvo de la inutilidad y, con esfuerzo, tras algún tiempo de ardua renuncia, ser alguien presentable, plenamente rehabilitado para gozar del festín social que descansa en el trabajo, el salario, la oficina, la profesión, el matrimonio o la familia. 

Pero la voluntad de renunciar a las letras y a su monocromía no es nueva: “ (…) gris es toda teoría, y verde el árbol áureo de la vida” dice Goethe cifrando la búsqueda de vida más allá de los confines del arte. Años antes, Herder se embarca a un viaje para descubrir en diversos litorales el mundo en pleno desenvolvimiento como una condición previa e incluso más alta que la escritura misma. 

La renuncia así entendida tendría una dimensión habilitadora de nuevas experiencias, pero también comprobamos el peligro que implica clausurar un destino creativo para siempre, el silencio o interrupción inexplicable en muchos artistas. Lectores y seguidores se preguntan ocasionalmente: ¿qué habría pasado si Rulfo hubiera hecho una segunda o una tercera novela? ¿Qué hubiera pasado si Rimbaud hubiera publicado sobre su experiencia en África? ¿Si Roque Dalton no hubiera visto en la lucha política otra forma de creación poética? Especulaciones tan solo, oportunidades para la crítica y la academia.  

Pero en nuestro siglo la renuncia a la creatividad parece algo más lamentable. Todos los días alguien abandona un manuscrito y se marcha a la batalla diaria de la supervivencia, tan inconexa con el tempo del pensamiento y las letras. No es la vida ni los paisajes los que se imponen a la escritura sino la urgencia, la necesidad económica que paraliza para siempre destinos creativos. Así, la renuncia no ocurre por una melancolía de raíz romántica o por la búsqueda de un mundo mejor, sino por la necesidad de autoconservación, es un acto reflejo en condiciones amenazantes. El precio de la dimisión creativa, por tanto, es más alto que en los casos anteriores: no hay litorales, aventuras o mejores futuros que nos aguarden sino solo la monotonía del trabajo cada vez más lejano de la vida. De modo que insistir en continuar haciendo lo mismo, escribiendo o creando, le podríamos contestar a Lidya Davis, se muestra hoy más que nunca y en nuestras condiciones como el principio de una necesaria y esperanzada lucha por la existencia. 

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