Visitas

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Una noche, un demonio me visitó. Tenía el cabello blanco de un tono traslúcido, apagado, hasta sucio, que comunicaba tristeza, cansancio, pesar; no venía solo, una criatura con piel oscura y con estrellas impregnadas en su piel vaporosa me envolvió, provocando que levantara la vista de los papeles que tenía desordenados por todo el escritorio de mi habitación. La criatura tomó asiento en una esquina de mi cama, de la nada comenzó a narrarme miles de historias: me hablo sobre cómo el mundo donde vivo caía en la ruina, de como héroes sacados de las epopeyas de los escritores más antiguos eran aplastados brutalmente, narró con sumo detalle muertes de personas que conocía a la perfección; extrañamente, nunca mencionó ni una sola fecha. No se detuvo aun cuando me vio palidecer. En cuanto dejó de narrar la última gran desventura, su compañero me entregó papel y lápiz. Seguía sin entender lo que buscaba, es más, no había digerido el gran cúmulo de información que recién escupió, sus palabras aún deambulaban en mi mente buscando un significado; tal vez fue por eso que, al escuchar sus órdenes, las cumplí como una máquina preprogramada: «¿Qué esperas? ¡Escribe antes de que lo olvides! Tus pendientes pueden esperar, conviértete en el mensajero divino del apocalipsis, el nuevo predicador del siglo, el salvador de la humanidad, o cualquier apodo que prefieras». Dichas esas palabras, caminó hacia la ventana donde su criatura le envolvió por completo provocando que desapareciera. Así lo hice, escribí sin descanso alguno cada detalle que la criatura hubo entregado a mis oídos. 

La información me convirtió en una obsesiva y temerosa de la muerte, encerrada entre incertidumbre y letras. 

El tiempo perdió todo su sentido, pero en algún punto volví a recibir una nueva visita: esta vez era un ángel, con cabellos tan oscuros como la obsidiana, brillaban más que la felicidad. No me percaté de su presencia hasta que sentí que su mano me impedía seguir  moviendo la pluma en una hoja plagada de letras, ininteligible: «¿Qué estás haciendo?», me cuestionó con dulzura. «Mi deber», respondí con voz cansada. «Deberías estar haciendo otras cosas», me dijo. «¿Como qué?», pregunté incrédula. Su respuesta no se hizo esperar: «Vivir»

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