Las personas risueñas me provocan desconfianza. Sonríen como si el mundo no existiera, como si no hubiera espacio en ellos para esta realidad aterradora, en la que buitres y auras emprenden banquetes enormes casi todo el año. Aquí la tristeza es una oblonga nube que sirve de sombra para protegerme del brillo de una Dentadura Feliz.
A mi alrededor contemplo personas de genuina efervescencia, cuya mueca de agrado −que el resto asociamos con la alegría o la salud−, se gesticula justo en el momento en que van a morir: liberan una risa nerviosa e inmediatamente su cuerpo se evapora junto a las ríspidas palabras de una tradición muerta. ¿Cuáles? No lo sé. Mi trabajo solo consiste en reconocer el clima emocional de cualquier tipo de cielo a kilómetros de distancia. Además, así le ocurrió a Clara, Santiago, Rebeca y Francisco. Los cuatro buscaban viajar a la misma velocidad de su luz –una sustancia blanquecina- a través de la práctica de un monólogo interior que llegaba a helarles el rostro, desintegrándolos en fractales y liberando un elemento lumínico por la boca.
Sus rostros se asemejaban al éxtasis de las religiosas y los filósofos representado en las pinturas, arrojados a la marea de una fantasía medieval sufriente. Yo no comprendo bien aquel fenómeno, es más, me provoca migraña, pues me considero parte del género de las aves carroñeras y la suerte me arroja a la intempestiva fuerza de la necesidad.
¿Es necesario morir? Nunca me lo habían preguntado. Supongo que es algo natural y las necesidades son consecuencia de ello. Las personas que ríen “a muerte” no son las mismas que sonríen “de muerte”. Las primeras sufren de amnesia y las segundas… son afortunadas por haber reconocido, en el instante preciso, su identidad. La risa obnubila cavernas imaginadas hace mil años, y ejerce una presión involuntaria en el estómago. Yo también conozco la risa y, aunque se considere contagiosa, he fortalecido mi sistema inmune al grado de que no me afecta ni lleva a actuar como Sun mono. En cambio, dirían aquellas figuras evanescentes, la sonrisa es otra cosa: las hay de vergüenza, de pavoneo pedante, de libre sapiencia, de picardía, de vuelo poético, de complicidad o de invitación seductora. ¿Será necesario hablar si existiera un mismo goce ajustado a todos los dientes de una ciudad entera?
Mi sonrisa representa el arcoíris de este silencio sepulcral y nebuloso.
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