
Concebimos las rupturas, las fragmentaciones, como accidentes que sufren los objetos: con algún contenido, desde el florero de una sala, la pantalla de un celular que se resbala de nuestras manos, incluso nuestro propio cuerpo. También usamos estos términos para nombrar circunstancias que, aunque sea por un instante, dan significado a la vida misma: creencias, sueños, promesas, relaciones familiares, amorosas… Sin embargo, ¿por qué no pensar en aquello que hace posible cualquier tipo de ruptura? ¿Por qué no pensar en el olvido mismo?
A lo largo del tiempo, el olvido ha sido demeritado como algo que, con el transcurso de los meses o de los años, de repente aparece y esporádicamente todo aquello que en algún momento tenía un sentido desaparece, se desvanece entre la tierra y el polvo que se alza en las cavernas de la memoria imaginadas por Agustín de Hipona.
El olvido, en realidad, es algo que se busca, que se añora y que, de manera irónica, se desea nunca romper; porque cuando se rompe uno de los múltiples olvidos alcanzados por el alma, al igual que las semillas que desaparecen en medio del bosque en cuanto las ardillas pierden su ubicación, el recuerdo que guarda echa raíces en el fondo del corazón y florece en las ideas, y éstas dan como fruto los actos que configuran la vida misma. Olvidar es crear un guardián que envuelve realidades pasadas y que confronta fantasmas encarnados que parecían invisibles; es romper con el orden del mundo para regenerarse en la fractura, fragmentar el tiempo en instantes vacíos donde silencios e intervalos dan una sensación momentánea de eternidad, escapando así del (des)orden del mundo. El olvido es esa paradoja que rompe la realidad a través de la construcción de espacios infinitos, intangibles, que quiebra la palabra, el actuar, el trasfondo de la existencia que al final permanece roto.
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