Retazo de alma

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La primera vez que vi un duende tenía cinco años. Era tan bajita como él, solo que la criatura tenía un rostro añejo, desvaído y henchido de cabellos rizados. Recuerdo haber reconocido mi reflejo en sus ojos cristalinos, y desde ese momento me sentí incompleta, como si se hubiera llevado un retazo de mi alma en su mirada. 

          El tiempo discurrió sin ninguna novedad. Yo, inquieta, buscaba mi retazo en los espejos, puesto que tenía la sensación de que, si me contemplaba demasiado, de alguna forma lograría dar con ese pedacito que me habían quitado. No fue hasta que tuve mi primer bebé que el duende volvió. Era el mismo, nada había cambiado. 

          Yo me encontraba sentada en la mecedora con mi hijo en brazos, él se acercó, desinhibido, yo lo observé con un silencio sepulcral, aunque quería gritarle que me devolviera lo que me pertenecía. El duende rebuscó en su mirada y, con un movimiento grácil, extrajo mi retazo de alma. 

          —Aquí está el retazo de tu alma que alguna vez fue tu inocencia —dijo entre risas pueriles—. Ahora le pertenece a tu bebé, así como una vez te perteneció a ti, y a tu madre, y a su madre, y a la madre de ésta.

          Yo lo contemplé, estupefacta. 

          —¿Có… Cómo?

          —La inocencia se pierde a distintas edades, me pregunto cuándo vendré por ese retazo de alma y se lo quitaré a tu hijo —Sonrió y luego desapareció. 

          Volví la vista hacia mi bebé, quien dormitaba plácidamente sin tener idea de que, un día, un duende vendría a reclamar un retazo de su alma. Lo abracé con fuerza mientras, en mis oraciones, pedía que nunca volviera a visitarnos. 

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