Un lugar tan distinto

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—Parece siempre de día —dijo Magdalena.

Juana se quedó con la idea de que el sol nunca se ocultaba. Todos los días, antes de partir a la ciudad, pensaba en cómo podía ser eso posible. Por las noches miraba al cielo y se imaginaba un mundo en el que la gente nunca duerme. 

A los catorce años dejó su pueblo, un lugar escondido entre el polvo y los árboles, donde la hierba apenas si dejaba crecer el maíz. La obligó la pobreza, la misma que había trastornado a sus padres por tantos años, porque no sabían qué darle de comer a sus hijos. El mundo, entonces, no era tan distinto.

Apenas si se llevó nada: una caja de cartón fiada por su padre, tres vestidos, dos blusas y la comida de un día que su madre le metió a la fuerza, con la idea de que no se muriera de hambre, porque nadie mejor que ella tenía la esperanza de que su hija no terminara entre el humo cocinando sueños y entre corrales, sacando la mierda de los animales.

Cuando Juana llegó a la ciudad, no la sorprendieron los altos edificios, ni el gris de las calles, ni el ruido que trastornaba al silencio, ni mucho menos la cantidad de gente que se amontonaba en todos lados y que no dejaba de fluir por la calles; la asombraron las cosas insignificantes de la vida, como un tenedor, porque en su casa nunca tuvo uno. La desconcertó el ritmo de la vida, porque parecía que las personas vivían con impaciencia, como si no tuvieran asegurado el día de mañana.

Sin embargo nada la impacientaba más que la noche, la esperó de un modo casi religioso, pues quería saber si se semejaba al día.

Para su sorpresa la noche llegó, sin embargo había una cosa distinta. Todas las casas tenían un sol chiquito. Como lumbre.

— ¿Qué es eso? —preguntó Juana, señalando al foco.

— ¿Eso? —contestó Magdalena, sin impacientarse—. Se llama luz. 

 

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