El enredo de pensar

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Mientras escribo no pretendo esquivar el caos a mi alrededor, si me ensimismo es porque ando pendiente del caos que inunda mi interior, ando alerta por si me afectan más de lo debido. 

Frente a ello, consciente de mis sentidos, brotan lágrimas espontáneas, mis manos cargan el pesar, saboreo lo salado y escucho sollozos, mis sollozos. Entre tanta presión me ahogo, se me dificulta respirar, no alcanzo la inspiración para mi tranquilidad, supongo que es la rebeldía de mi conciencia ante la rutina demoledora de sueños en la que me veo inmersa, porque no hay quién me libere y me salve de mis grises monótonos.  

Así, quedo atrapada, envuelta en un huracán de problemas que se acumulan poco a poco donde debería, más bien, haber otras cosas, algo más esencial, algo más cognitivo, algo más intelectual. Me inundan pensamientos cargados de emociones guardadas. De esta forma, paso las noches sin dormir, jugando con las sábanas mientras sollozo con mis pensamientos en círculos, esperando un remedio instantáneo que me permita recobrar, cuanto antes, la consciencia de mi existencia.

Desesperada como me encuentro, con la mente paralizada, busco un consuelo en la oscuridad, busco un consuelo que me ayude con el duelo de aquello que me perturba, aquello que me agota: los sentimientos que no sé controlar son los que me mantienen desamparada. 

Mi tacto busca algo más y encuentra la clave que necesito. Mi mano comienza a trazar, son formas que transfieren mis pensamientos al papel, formas de mis emociones. Descarga lo inmanejable y siento alivio al escribir, presiento una futura calma. Sin impaciencia, presiento un futuro donde podré ser dueña de mi alma y podré observarme de frente,  trazada en un papel. Agradecida, nuevamente, comprenderé que escribir es otra forma de cariño, un cariño hacia mí, ya que desenreda pensamientos nudos y amarra emociones sueltas. 

El cariño que faltó, el que ahora recibo, el cariño que me doy cuando escribo.

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