Escribir sobre ellas

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No sé si de verdad lo hizo. Su voz era decidida, como la de alguien que sabe que no puede escapar de su destino.

—Me he enamorado tres veces —dijo—. Algún día escribiré sobre eso. 

En ningún momento lo tomé como una confidencia, más bien como el augurio de un hombre que tenía tantas cosas por hacer.

—Sabes, uno puede enamorarse más de una vez. Amé a mi esposa, pero también quise a otras. Creo que las amé con la misma intensidad. Uno no debe tener miedo a que le rompan el corazón—, comentó mientras el humo escapaba de su cigarro.

Calculé su edad, no más de sesenta. Tenía los ojos pequeños, como tristes, usaba lentes, la piel morena, quemada por el sol, nariz aguileña y una barba espesa cubierta de canas. Era alto, delgado. 

—Por supuesto, voy a escribir sobre ellas —dijo mientras se aclaraba la garganta—. Tal vez empiece por Helena. No diré que fue mi primer amor o esas cosas que la gente se inventa para decir que no hubo alguien más. Sí, tal vez escriba primero sobre ella.

Noté que su mirada estaba distraída y que su mente divagaba, como tratando de alcanzar el recuerdo de Helena. Sin previo aviso, el pasado se le había venido encima de golpe. 

Escuché, atentamente, lo que me tenía que decir sobre Helena. Conocí los lugares y las fechas que compartieron y que ahora no eran más que recuerdos. 

—Isabel era una muchachita alta, de labios delgados y ojos negros —me dijo al terminar de hablar de Helena—. La conocí en uno de los tantos trabajos que tuve. No sé si me quiso, pero yo tenía la manía de quererla.

No entró en más detalles.

Su esposa era la tercera protagonista. Por supuesto, me habló de ella.

Fue en una de las tantas calles del Centro Histórico de la Ciudad de México que lo conocí. Entre calle de Tacuba y Condesa. Su nombre, Alberto. Alberto Arankowsky.

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