Escritura como refugio

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Cuando era niña, soñé con ser todo lo posible. Apilar mis muñecas a lo largo de la mesa y jugar a enseñar las letras. Más adelante, jugué a ser doctora. Hice a mis nenucos tomar su medicina, usé trapitos mojados en sus plásticas cabezas, así como hacía Mamá conmigo en mis días fríos. Crecí y me pidieron escoger qué debía hacer durante toda mi vida. Seguir siendo niña, eso quería. Quería ser todo lo posible, incluso cuando mis zapatillas dejaron de quedarme y dar “pirouettes” ya no era tan sencillo como a los trece. El mundo era más grande. No sabía cómo quería vivir, yo solo quería bailar, besar sapos, sapos que más adelante convertiría en pesadillas. Ya no era una niña, ya no lo era en absoluto.

 

Con el paso del tiempo descubrí algo fascinante: el poder de la palabra, el grito y el silencio. Cómodamente apilados desde el mismo propósito de la comunicación, porque sí, el silencio también dice más de lo que las palabras podrían expresar. Historias sobre cómo la Luna y el Sol vivían enamorados eran mi lugar favorito, para encantar al chico que tanto quería que viviera para siempre dentro de mis cuentos. Quería serlo todo. 

 

Escribí poemas sin sentido, con rimas y amores forzados. Llené de humo mis pulmones después de ahogarme en mares de llanto, en chubascos de ausencia. Las palabras, y el poder de utilizarlas, fueron mi gran refugio. Construyo con ellas mis peores memorias, los malos días y los falsos te quiero. Gente que pasa como agua por mis dedos y permanece entre las páginas blancas de mi memoria. Hoy escribo para la niña que vivía entre juegos y vidas ajenas, para quien dijo adiós con la mirada cuando su hermano se marchó, para quien hoy puede escribir sobre lo que antes ignoraba. 

 

Ahora sé que el amor que me doy cuando escribo, y que pocas veces observo, viene de poder crear poesía con cualquier emoción, por efímera que sea. Las personas, sus te extraño, los adioses. Los honro y me reconozco al momento de escribir acerca de ellos y de todo lo que alguna vez me hizo sentir deshabitada, perdida. Las palabras me envuelven como recuerdos, como aromas que guardo en el banco de mi memoria. No hay forma más bonita de amarme que escribiendo. Es esa materialidad que me mantiene en la tierra cuando las emociones son tan fuertes que no caben en mi pecho y solo pueden volver a salir mediante palabras. Abrazo mis pesares, me abrazo con ellos en cada página, se desvanecen entre tinta. 

 

Escribo para mi niña interior, y para todas las vidas que conoció y que hoy puede escribir, lo que tantos años guardó. A ella, quien me acompaña en mis días más largos y pareciera estar más presente que yo, en realidad. 

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