Huellas anónimas

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Sé que debería estar haciendo otras cosas. 

Más allá de pensar en mi humedad y la del mar. 

 

La arena está tibia a pesar de la altura del sol. Aun así, mis pies no dejan de quejarse por las inestables montañitas de arena. Pedacitos de ramitas secas y granos más firmes me llaman a su altura para mirarlos un momento. 

Entonces veo una huella enorme sobre la arena. 

El peso de su profundidad es real, claro y limpio en la constancia que el tiempo le permite tener. 

El terreno es simple, es el océano y la arena en su más pura faceta, solo que justo en medio de ella está la mía: apenas perceptible. 

A unos centímetros de distancia se encuentra otra, dirigiéndose a algún lado. 

Y otra. 

Y otra más. 

Es un camino —no hay nadie aquí más que yo—. 

 

Me pregunto, en silencio, desde cuándo me encuentro siguiendo huellas más grandes que las mías. 

Al principio las sigo, pongo cada uno de mis pies sobre la huella dejando —a comparación de ella— una pequeñísima silueta. 

Es sencillo y hasta divertido. 

Después, cansa. 

Seguir huellas con una distancia más grande de pisada que la mía. 

 

Eventualmente, ya no están. 

Pierden forma. Han desaparecido o el mar las ha borrado. 

No lo sé. 

Pero el mar me susurra que tengo que dejar de seguir huellas ajenas y crear las mías. 

Aunque la humedad las borre.

Cuando mi recorrido llega a su fin, no están las huellas anónimas, ni tampoco las mías, pero he llegado a donde quería hacerlo en ese momento —no recuerdo donde—. Imagino que su dueño o dueña también lo habrá hecho. 

 

Apenas escucho que el mar suelta una carcajada en medio de una gran ola llena de espuma; y pienso que ambos deberíamos estar haciendo otras cosas. 

 

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