Numen

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Hay un Dios muerto a la orilla de la playa.

Encalló esta mañana. Tiene una estaca rota clavada en el corazón.

Su sangre es arena, y de la herida rezuma una espuma como lava que fertiliza todo a su alrededor.

No hay mejor modo de explicarlo, lo que de él emana es vida y creación de un modo distinto a la vida que nosotros poseemos, corta y efímera.

Sus ojos eran de un curioso tono multicolor, como el vitral de una antigua iglesia, incluso en su lecho de muerte parecían contener todos los colores del universo.

Las visitas empezaron un par de meses atrás. Apariciones juguetonas, en especial para los niños, dones sin importancia en el gran esquema de las cosas, una nueva hierba medicinal o una nueva fruta para probar.

En realidad no era nada del otro mundo. Tal vez sólo un buen día de pesca.

Había, eso sí, mucha bondad repentina, mucha más confianza en el otro y un entendimiento nacido de la empatía que permitía relaciones más amables y comprometidas.

Sentimos que eso se iba cuando el color abandonó los ojos del Dios.

Un día, una energía blanca emanó de él como en forma de rayos, golpeando a todos a su alrededor.

Su final no permitía lágrimas, si no fuerza, determinación y coraje.

Voluntad.

Sentimos en silencio que el Dios nos otorgaba dones que eran valiosos, para vivir mejor, era una certeza nacida de la esperanza, pues en realidad nunca sabremos qué es lo que realmente pasó. 

Ninguno de los otros dioses volvió a visitarnos.

Nunca obtuvimos una sola certeza sobre lo que sucedió ese día.

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