Paseo por el fin del mundo

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A veces me imagino que abandono los misteriosos mundos del análisis económico y de la reflexión sobre aquello que necesita cambiar aunque no sea rentable. Me imagino como una columnista de la sección cultural del periódico Reforma, seleccionando cuidadosamente películas, teatro y conciertos que me hicieron sentir algo, lo que sea. Imagino además que el salario de ese trabajo debería ser suficiente para mantenerme actualizada en el escenario cultural de la ciudad, para cubrir la hipoteca y los gastos varios, que lo son todo. 

O quizá, imagino que soy una mujer retirada que pasa sus días leyendo, haciendo avena, unos huevos rancheros en un país chiquito, diminuto, donde no encuentra chiles verdes para hacer su comida favorita: chilaquiles. Donde las lenguas son otras y todo está al revés, hasta la escritura. Me gusta pensar que somos libres de hacer con nuestro tiempo lo que nos plazca sin que tengamos que sentir culpa por no validar nuestra existencia. Un lugar del no hacer, de comidas sin prisa, sin estrés y acompañados. O solos, pero juntos. 

Debería dejar de escribir y dedicarme solo a leer. Pero si no escribo, cómo voy a buscarme, quiénes van a buscarme. Mi idea de libertad se resume en unos viejos tomando café pasadas las diez, en un país con la inflación más alta del mundo. Mi idea de placer es emocionarme por un sabor genuino, primario y no procesado, caminar acompañada en una ciudad sin veredas, y encontrarme con una librería abierta a medianoche con música de elevador y todos los libros de Etgar Keret. Es caminar por un mercado en las mañanas, comprar fruta y enamorarme de nuevo, de la misma persona que ya no es la misma pero me vuelve a gustar. A veces más, otras no tanto. 

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