El dolor ancestral

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Una vez leí que en mi país las personas usan de 150 a 200 palabras en promedio para expresarse durante toda su vida. Pensé que era una broma, ¿quién puede limitarse a que su mundo sea de ese tamaño?

Mi abuela lleva muerta ocho años, pero me dejó certezas y enseñanzas profundas. Ella no sabía leer ni escribir y es hasta este momento que se me rompe el corazón porque nunca haya aprendido. No pasó por la vida en balde pero creo que vivir le habría dolido menos si hubiera podido sumergirse por un momento en la vida de alguien más, en sus experiencias y consejos. En su felicidad.

Sueño con ser escritora y nunca lo he verbalizado, pero lo he deseado por años y años y años. 

Hasta el punto en el que quizás se haya convertido en veneno.

Es dulce, somnífero. Si no lo hiciera, moriría.

Correría y saltaría del puente más cercano.

Escribir es una compañía silente y constante, un poco esquizofrénica, pero sobre todo divertida y cariñosa.

Cuando me dicen que no tengo futuro alguno, escribo 29 mil palabras de golpe que explican lo contrario.

Es quizás una terapia absurda, pero funciona y es suficiente. Por un momento, recuerdo a mi abuela y pienso en lo afortunada que soy de poder leer y escribir, en cuánto de su dolor puedo curar a través de la creación de mundos nuevos que quizás puedan hacer más fácil la vida de alguien más.

Pero si eso aún no es suficiente, mi hermano puso varios libros como base de su urna con cenizas, él piensa que en el lugar que habita ahora, ella ha aprendido a leer.

Y eso me gusta. Muchas cosas en la vida son actos de fe.

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