El viaje y las ciudades

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El viajero que camina el mundo nunca se encuentra solo. ¡Imagínese! Incluso en los páramos más desiertos y en los islotes más recónditos uno llegará a toparse con alguien; el viajero siempre se encuentra con alguien. Allá donde no llega la civilización aguarda la locura. Esta gente, estos otros son los que confeccionan su viaje, los que le cuentan sus propias historias en una lengua bizarra o su nostalgia en un platillo agridulce y lo llevan a su casa y le enseñan sus tradiciones y sus costumbres, los que leen a su par los diarios del día, desentrañando los sucesos particulares de aquella ciudad invisible, los que, en suma, le sirven a modo de espejo para observarse y decantarse por sí mismo en cada versión diferente de sí que surge con cada lugar nuevo. El extranjero es un espejo riquísimo, probablemente será el único donde el viajero no pueda reconocerse en un inicio. Pues reconocerse tiene de suyo, anticipadamente, conocerse. Así pues, ¿cómo se va a reconocer el viajero que no se ha visto antes? Y si la cantidad de espejos que existen es infinita, ¡¿cómo puede verse infinitamente un hombre en los anales del futuro?! El viajero viene a ser algo así como un camaleón, una plastilina, una masa siempre cambiante y moldeable. Lo único que permanece en él es la esencia, la sustancia, su corazón; en él lleva el recuerdo de su ciudad, la que nunca es invisible por ser la primera, la eterna comparada. Sin embargo, en llevarla a cuestas es donde yace el falso dilema del viajero, su tragedia, aquello por lo que a veces cree que puede transitar solo por este mundo. Pues resulta que el único que conoce los callejones de su ciudad es él, él es el único que sabe cómo se desnudan los árboles cuando llega el frío y cómo sopla la brisa cálida del mar en agosto, cómo huele la tierra al día siguiente después de una llovizna acongojante y cómo se pasean las pelonas mazorcas antes de madurar. En cada nuevo tramo que descubre, el viajero anhela su casa, y lo que llega a comprender, en algún momento de su viaje, es que aquel deseo es imposible, el pasado no puede detenerse. Podrá volver en espacio a ver cómo se repite el ciclo, pero jamás podrá volver en tiempo al momento en que su padre lo llevó a ver el mar. Así pues, el solipsismo a veces melancólico no le sirve de nada; por el contrario, la apertura del viajero representa su virtud más decorosa. El equilibrio entre ambos, el yo y el otro, se mantiene sobre una ambigua cuerda floja, que con el tiempo aprende a domar. También, aprende que regresar a casa sigue siendo posible, pero tan solo si se le concibe como una idea flotante, un sueño, una meta abstracta, que a pesar de todo nos ha regalado un viaje rico en experiencias, rico en otredades.

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