
Y paladeamos las palabras,
nos saben en la boca,
las sentimos en el alma
y son con nuestro corazón.
Se pierden,
se tergiversan,
resisten,
se ocultan,
se olvidan,
se acongojan.
Parecen no tener sentido,
no tener meta alguna,
no tener lugar ni causa.
Parecen ir y venir,
ser ambiguas e inconexas,
alternas y directas,
sinceras y apócrifas;
estrafalarias, mediocres,
virtuosas, mortuorias,
inexactas e inconformes,
misteriosas y simplemente hermosas.
Y luego las unimos, conjugamos y jugamos,
y creamos con ellas los grandes sueños de la humanidad.
Concebimos amores ideales,
pasiones exacerbadas,
tristezas profundas y valles de lágrimas,
vacíos en el estómago que no hallan perdón.
Hacemos que el corazón ame, llore, se alegre, solloce;
que viva, que muera,
que por un instante en la inmensidad del tiempo
sienta esperanza y redención.
Y entonces leemos
aquel trazo de predilecto artista
que se ha plasmado en el papel.
Y nos maravillamos con lo que se ha escrito,
con lo que se ha contado,
con lo que se ha dicho.
Con cada palabra exacta a puño y letra,
con cada verbo conjugado, cada tilde puesta,
cada mezcla, unión y afianza.
Y plasmamos nuestra esencia,
nuestras vivencias y melancolías.
Plasmamos quiénes somos, quiénes queremos ser,
nuestros sueños, nuestras soledades,
nuestros anhelos y desesperaciones.
Y entonces nos sentimos en paz,
nos dejamos ir entre las letras,
nos escapamos de la vida a la vida,
nos perdemos en el laberinto del ser;
saboreamos el lenguaje
y paladeamos las palabras.
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