El circo mágico

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Siempre esperábamos la llegada de ese momento del año, entre los meses de octubre y noviembre, en el que aquel circo llegaba para dar un maravilloso espectáculo.

Sucedía en alguna noche estrellada donde los cinco niños de seis años que siempre jugábamos en la calle estábamos reunidos. De la nada, el circo aparecía con sus enormes carpas y luces de colores.

Llegaba de pronto y se iba sin que nadie lo notara.

Éramos de los pocos afortunados, nuestros padres jamás lo vieron; siempre que les contábamos de aquel sitio, sonreían con calidez y se emocionaban con las anécdotas.

Y es que ese lugar era más que mágico.

Se podía ver un sinfín de cosas, desde excelentes malabaristas que nos hipnotizaban con los objetos que controlaban, contorsionistas que desafiaban las leyes de lo anatómicamente posible, payasos que corrían por todo el lugar jugándose bromas pesadas de las que uno reía sin parar, hasta los trapecistas que danzaban en el aire burlándose de la gravedad. Pero lo mejor de todo, eran las criaturas fuera de este mundo que los acompañaban: era el único lugar donde podían ser vistos; unicornios tan blancos como la nieve; pegasos que en algunas ocasiones nos llevaban en sus lomos, recorriendo la estrellada noche y el pueblo entero; sirenas que con su canto armonizaban el lugar; y, cuando fuimos un poco mayores, los dragones hicieron acto de presencia, con su majestuosa ferocidad.

Todo un espectáculo. Una vez al año, sin falta, nos visitaban solo a nosotros.

Escribimos y dibujamos todas nuestras vivencias en un cuaderno viejo al que todavía le quedaban hojas sin usar, no queríamos olvidar ningún detalle de aquel mágico circo y todas las maravillas que veíamos ahí.

Al cumplir once años, uno de nosotros fue regañado por sus padres. Afirmaron que lo que decíamos acerca del circo era mentira, producto de nuestra imaginación, que debíamos madurar.

Pero nosotros sabíamos la verdad, aquel lugar existía y lo probaríamos cuando llegara el otoño.

Ese fue el primer año que el circo no llegó, nos quedamos esperándolo hasta fin de año, pero no hubo rastro de ese lugar. Todos perdimos las esperanzas y cedimos ante lo inevitable, maduramos.

Veinte años después me encontré con ese cuaderno, arrumbado entre cosas viejas. Al ver los dibujos sentí un poco de nostalgia y tristeza.

Ninguno de nosotros supo con exactitud lo que sucedió, solo que desde aquel día en que la ilusión se quebrantó, el circo jamás volvió a visitarnos.

 

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