
¿Cuál es mi mejor versión? ¿La versión activa? ¿La versión diligente? ¿La versión amorosa? ¿La versión feliz? Me llevó unos minutos definir una sola vertiente y caigo en cuenta de que mi mejor versión es ésta, la de un ser humano real.
Por ser humano real me refiero a quien ama intensamente y luego vive plenamente el duelo de un corazón roto. El que acierta contundentemente en palabras y acciones, para luego desmoronarse totalmente en arrepentimientos y disculpas hacia otros. A quien explota sus competencias en un empleo y en otro instante siente que es el ser más irreal e incapaz de efectuar una tarea, por sencilla que sea. El que goza, casi de manera utópica, la dicha de vivir y en otro momento simplemente se siente más insignificante que una mota de polvo, cuestionando la trascendencia de existir en el aquí y en el ahora. A quien brinda su apoyo desmedidamente porque su corazón le hace el llamado y, posteriormente, el síndrome del impostor es su mejor aliado.
¿Cómo degustar de los mejores momentos si no has vivido un punto de quiebre? ¿Cómo saber que este es el momento más oscuro que has atravesado, sin antes haber sido cautivado por un éxtasis de alegría? ¿Cómo ser mi mejor versión? ¿Quién dice que esto es lo mejor? ¿Para qué ser mi mejor versión?
Estas interrogantes están ligadas con el arte de ser humano, sí, Ser humano, como verbo. Y es que, vislumbro a través de los ojos y experiencias de ancianos, niños y jóvenes, que la mejor versión no es un fin en sí mismo, sino un trayecto en el que diariamente tallamos la razón y el corazón, sabiendo que en un segundo dejaremos de ser y nos permitiremos vivir en la memoria de los que amamos, nos amaron y con los que coincidimos.
Así es, mi mejor versión es ésta: experimentar la dicha de ser, con todo lo que representa.
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