
Las cosas que no hacemos se quedan con nosotros. Empiezan a anudarse en nuestros músculos y a entorpecer el flujo de la sangre. Mientras más pensamos en ellas, más se hinchan, porque retienen pensamientos como si fueran líquidos.
Como la sal expandiéndose a través de cristales. Aquella vez que no te atreviste a coquetear, se traduce en parálisis facial durante la vejez. Cuando no admitiste ese error, cultivaste un ataque al corazón, por blando. No terminar una relación corrosiva produce falta de movilidad en las piernas, no tener a dónde ir, ni la voluntad de correr. Porque el cuerpo recuerda y almacena todo lo que pasa. Recibe estímulos físicos y externos y somatiza las emociones de adentro. Está tan ocupado haciéndolo todo, que pasa desapercibido.
Así tal cual con las cosas que no hacemos. Las olvidamos, pero permanecen debajo de la alfombra pudriéndose, absorbiendo la humedad de incomodidades cotidianas.
Se acumulan. A algún lugar han de ir a parar, no pueden solo desaparecer, porque no fueron realizadas. No pueden encontrar la paz de una existencia con sentido.
No podemos afirmar que hacer cosas es el remedio a estas calumnias, porque también practicamos no hacer las cosas. No podríamos ser congruentes y eso es importante, porque algo tiene que darnos cierta estructura. Aunque sea una maqueta a escala.
Las cosas que no hacemos provocan sed, aletargamiento y pereza. Nos alejamos del dolor, aunque sea la única alarma que nos vuelve flexibles. “Estira hasta que duela”. Pero lo importante es hacerlo todo el tiempo.
Ese óxido acumulado en los cilindros articulatorios y engranes de agencia nos enmudece. De repente también dejamos de hablar, de escucharnos. Y ¿qué sucede cuando nadie sabe que estás ahí porque nunca hiciste ni dijiste nada?
¿Dejamos de existir?
Una vida sin existencia, pero seguimos palpitando, respirando y dándole cuerda al metabolismo mecánico de nuestros cuerpos.
Estamos presentes, aunque no hagamos.
A veces, hacer causa vértigo, cierto pánico escénico aunque no estemos frente a ningún escenario. Todo en la vida es un teatro. Y el tiempo se va y no hicimos cosas. Cada vez es más fácil no hacer; genera resistencia. Y así envejecemos, sin darnos cuenta, sumando una deuda de acciones no hechas a nuestra espalda, a las reumas, las lágrimas secas y la dentadura postiza.
Hacer es revitalizarte y rejuvenecedor. Fuente de júbilo y energía vital.
Hay veces que queremos irnos despacio.
Y eso, a mí, me viene muy bien ahora.
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