El goce de no hacer nada

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No hacer nada es también hacer algo. El solo hecho de pensar que no estás haciendo nada es un ejercicio de la mente y de la disposición a la que entregas tu voluntad por hacer nada.

Por eso, hoy elijo disfrutar ese helado que no se derritió por el sol en una agitada tarde y por la prisa singular que acompaña a mi ciudad en medio del caos de la cotidianidad.

Disfruto sin añoranza la calle con lluvia donde no quedaron marcadas mis huellas porque me he abandonado a la quietud de mi casa y al silencio sin preocupaciones que la acompaña.

Hoy, sin más, me he detenido a no pensar, a blanquear mi mente como una hoja de papel sin una grafía, hoy he decidido gozar de no hacer nada, mirar al techo mientras las extrañas sombras hechas con la luz que refleja la ventana se han dibujado con el pasar incesante de las horas. Y cuando llega la noche, tumbada en la cama, sigo disfrutando de no hacer nada, así, sin encender la bombilla, sin correr con prisa por encontrar algo en la alacena, así con el ruido imponente de la calle que me avisa que la gente afuera está regresando a casa luego de un día de interminables travesías, ruidos, personas, quehaceres, mientras yo cierro mis ojos y no siento la vieja culpa del “hoy no hice nada”.

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