
Es ya de noche, domingo, mitad de diciembre. La nostalgia me acongoja últimamente por las fiestas decembrinas. Mi mente se atiborra de recuerdos con amigos, festejando en familia. Este año no se podrá.
–Ya está, siéntate– dijo mi mamá, susurrando cautelosamente.
De nuevo frijoles, restos de bolillo y agua. Va una semana que comemos así. No hemos salido de casa. En la radio escuchamos que aún no es seguro, la policía combate día y noche a los rebeldes. Cada vez son más, y todo parece indicar que esta agresividad se contagia.
Los científicos no logran descifrar el porqué de las trifulcas. Estas personas —si aún se pueden llamar así— violentas, furiosas y extrañamente bien organizadas surgieron a finales de noviembre. Un pequeño grupo atacó a la gente dentro del metro Viveros. Los derribaron, golpearon y arrastraron con ellos hacía los túneles del metro. Luego, desaparecieron. Un par de días después sucedió lo mismo, pero en el cine de la Plaza Tepeyac. Huyeron por las escaleras de emergencia, llevándose consigo a varias personas y se perdieron por el drenaje. Así, los ataques fueron más y más comunes, tanto que el gobierno no tuvo más remedio que patrullar cada rincón de la ciudad en busca de estos feroces individuos. Hay toque de queda a partir de las 19:00 hrs, quien esté fuera tan solo un segundo después será ejecutado.
Se ubicó el lugar de los primeros infectados. Fue en casa del Dr. Muñiz, connotado historiador, profesor en la ENAH y asiduo comprador de libros antiguos en la librería donde trabajaba hasta hace poco. Vivía a un par de cuadras del metro Viveros. También, se identificó a don Sergio, bibliófilo de carne y hueso, coleccionista de manuscritos coloniales. Al igual que al Dr. Muñiz, lo conocí por ser un visitante asiduo a la sección de ediciones especiales. Vivía solo, al norte de la ciudad. En alguna conversación me expresó su pasión por el cine.
Poco a poco fui hilando un patrón entre los sitios de los ataques y las zonas donde vivían los amantes de textos antiguos. A varios les atendí poco antes de los siniestros, pues la librería remató documentos del siglo XVIII que sucumbieron ante un hongo generado por la humedad, pero que aún eran legibles. Ellos, seducidos ante tal reducción de precio accedieron gustosos.
Desde que generé una alergia al polvo no manejo los libros sin cubrebocas, guantes y demás. Pero no todos hacen lo mismo. Al tercer ataque, entre los brutos que mostraron en las noticias, noté en uno el mismo saco que solía usar el Sr. Álvaro, quien compró gran parte de los libros en remate. Al día siguiente, renuncié.
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