
Para cualquier Gobierno, del color que sea. La piedra es para los políticos
Llegando a la calle de Marsella en la colonia Juárez, justo en la esquina con Dinamarca, saqué el celular y me dispuse a llamar. Fue en vano, no respondían. La tarde era nublada y el aire era fresco, pero no frío, se sentía el ambiente ya muy tenso. Militantes del bloque oficialista recorrían las calles de toda la República diciéndole quién sabe qué a la gente, con casacas y abochornadísimos. Para el bloque opositor, la nueva transición política resultaba un enigma, un rompecabezas que ellos mismos habían armado y que ahora ya no sabían cómo desarmar. Yo seguí mi camino, no tenía bien claro qué hora era, pues el clima se prestaba para ser cualquier momento del día. Llegando a la explanada del palacio de Bellas Artes, el teléfono comenzó a sonar. «Te veo en la asta bandera del Zócalo. Tráeme un café de olla». Fueron las palabras de aquella voz aguardentosa. Mis ojos no podían creer lo que veían, pues en la calle de Madero yacían cuerpos inertes, derramando sangre, una sangre espesa que seguía un camino por las diferentes calles del Centro Histórico. «Fueron esos pinches guachos, dispararon, porque disque perseguían a un wey del Cártel de los Iguanos, los inocentes siempre pagan los platos rotos mano». Decía un comerciante de la Cuauhtémoc. Seguí aquella sangre que recorría su destino inevitable y al llegar a la Plaza de la Constitución, unas palabras ininteligibles comenzaron a escribirse con aquella sangre en la plancha de aquel Zócalo gris y lluvioso, la sangre recorrió el Palacio Nacional y se hizo presente en las fachadas coloniales, así como en la antigua catedral metropolitana, pasando por las paredes y los techos barrocos de aquella catedral de oro que había bajado el cielo a la tierra y que ahora veía agenciarse al mismo infierno sobre el mundo terrenal. Ya de noche, un vendaval cálido se movió por toda la Ciudad de México, era una noche como para caminar hasta el infinito. Sin advertirlo, con pasos cortos y desde lejos llegó un desconocido con gabardina negra y sombrero gris, con unos zapatos elegantísimos de charol negro, un reloj clásico y un portafolios de piel. Su Marlboro emanaba un humo tan espeso que era imposible verle el rostro, tenía las manos verdes, llenas de escamas y las uñas largas. Tomó el café y de un trago acabó con él. Revisaba con vehemencia unos documentos con sellos oficiales del Gobierno, los hojeaba una y otra vez, los veía a contraluz, un coche negro lo esperaba con la puerta abierta y su carraspeo demostraba su desesperación. Al fin sacó un sobre y me lo dio, era una Misiva de nada más y nada menos que del Licenciado Presidente de la República, que en letras plateadas decía “la libertad es”. En cuanto me dio aquella epístola subió al auto y se marchó. Yo me dispuse a recorrer todo el Centro Histórico, que para esa hora estaba vacío y parsimonioso. Caminé unos minutos más por aquí y por allá hasta que llegué al Hemiciclo a Juárez y ahí me dispuse a darle lectura a la carta.
Presidente de los Estado Unido Mexicanos
En mi calidad de titular del Poder Ejecutivo y bajo los principios que me otorga la Carta Magna, con fundamento en lo previsto por el artículo 27 fracción II, informo a usted que sus palabras quedan oficialmente expropiadas en función del bien de la república, sea usted mismo quien determine el monto de la indemnización, sin más por el momento esta apreciable administración le manda sus más cordiales saludos.
GOBIERNO DE MÉXICO.
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