La poesía sabe a fresa

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Salimos de la fiesta algo ebrios y muy hambrientos, por lo que caminamos hacia una hamburguesería que sabíamos cercana. En el trayecto platicamos de nuestras relaciones: la mía estaba indefinida y la suya tenía poco de haber terminado. 

Ya en la hamburguesería, sin dejar de reír y balancearnos (lo que la motivó en algún momento a sostenerse ―y sostenerme― de mi brazo), ordenamos y nos sentamos en una de las mesas del fondo. Comenzamos a comer. 

Habíamos terminado cuando me preguntó si me gustaba la poesía. Evasivamente le contesté que había leído muy poca. Entonces ella me comentó que había encontrado un poema que la traía encantada y le recordaba a nosotros. Me preguntó si podía leérmelo. Yo acepté, se sentó a mi lado y, acercándose a mi oreja, me pidió, murmurando, que cerrara los ojos. 

Los amorosos callan. El amor es el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable…

Al salir de la hamburguesería paseamos un rato por los alrededores hasta el comienzo de una tenue lluvia. 

Tomamos un taxi.

Con su cabeza descansando sobre mi hombro, permanecimos sentados en silencio mientras nos acercábamos a su hogar. 

Miré las calles a través de la ventana empañada hasta que de reojo miré cómo ella untaba delicadamente un bálsamo sobre sus labios.  

Y lo demás quedó silenciado por el recuerdo anhelante de la caricia de su aliento.

Nos besamos, muy suave, muy tiernamente y en mis labios quedó un sutil sabor a fresa.

Así se me descubrió la poesía. 

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