Corazón reptil

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Entre la piel de lagarto que muda hoja en cada temporada de llanto, encontró los pasos al elixir. Ella tenía la piel morena, los ojos pardos, el aroma de limón bien cosechado y los pies planos. Sus cabellos eran lacios como aguacero y tenía diez remolinos en la cabeza que le daban toque de tormenta. La piel le mudaba con las lágrimas. Los pasos le hablaban para marcharse del sitio que le dijo amarla, y, sin embargo, la ahogó. A ella le hicieron falta noches en vela para recordar que la mataron.

Ella miraba pasar las temporadas de humedad. Las hojas no cayeron porque el árbol que le adorna el patio era de hojas perennes. Fue así como aprendió a observar el tiempo desde su cuerpo y las arrugas que el tiempo le rasguñaba. Se miró con miedo. Observó el tiempo escurrirse y el miedo se marchó de su piel. Ella se miró y observó una joven hecha vieja que murió de amor cruel. Miró sin miedo. Miró sin pena. Miró con las huellas dactilares y despertó del trance del duelo. Se frotó las piernas y supo que ella era real, que seguía viva, pero muerta, pero latiéndole el corazón. Observó sus manos joviales que se sentían viejas y alzó zancada al viento.

Esto es solo para decir que se le olvidó que estuvo viva. Es para decir que se dejó morir enamorada y le clavaron el colmillo al brazo que extendió. Esto es solo para decir que la piel de lagarto se le cayó completa y de las arrugas del corazón podrido le salieron cantos de pájaros y le revivió el corazón. El duelo la abandonó y al olvidarse de ella le regresaron los amigos, la noticia de que se puede amar, los lunares que le robaron y le volvió la esperanza por sentir. Tuvo piel de reptil. Tendrá sueño de amor.

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