
“…como el bramido de una manada de bisontes que se sumergen en la profundidad de la noche, rumbo a su extinción”.
-Bisontes, Daniel Espartaco Sánchez.
—Yo aspiro insecticida, o el aroma del insecticida —se sinceró.
Jacaranda se rio, miró el largo callejón: le pareció estar al lado de Vértigo, pisando una avenida sin conclusión. Al fondo, en la calle perpendicular, trazos rojos (automóviles) aparecían y se esfumaban instantáneamente.
—Anoche leí sobre luciérnagas. En las luces de los carros, tan rápidas, creo ver su parpadeo —comentó Jacaranda, sobreponiéndose a la cara tensa de Vértigo.
Él se asomó en el resquicio permitido por las cornisas de los edificios de cuarenta pisos. Únicamente encontró cables enredados: infinitos vínculos artificiales.
—A mí me recuerdan a las estrellas rojas —habló Vértigo.
—¿Ah sí? Oye, ¿te acuerdas del pueblo? Cuando me asfixiaba la gente, iba a la presa abandonada a desintoxicarme. ¿Te imaginas? Soñaba con vivir en la ciudad. Pensé en el glamur y las oportunidades; mira en dónde estamos. ¿Cómo darse un descanso sin aire fresco? Extraño ir para la presa, era el ritual al que yo acudía sola como fantasma alistándose para regresar. ¿Cómo te desembarazas ahora?
Jacaranda redundaba preguntando por limbos momentáneos. Vértigo pensó: «en el pueblo, yo pateaba un balón, limpiaba un jardín. Cuando llegué a la ciudad, antes que tú, todavía había parques con arbustos. Al mismo tiempo en el que esos santuarios desaparecían, mi departamento se infestó de cucarachas. Entonces compré un insecticida con olor a ruda; el exterminio diseminaba ese aroma por todo el lugar. Todavía creía en los paseos matutinos, todavía esperaba que las terrazas individuales reverdecerían la ciudad. Relacioné la fragancia de la ruda, las convulsiones de cucarachas, con esa época de resistencia, o de agonía. Ahora que las cosas están jodidas, que no veo por dónde, corro a buscar una cucaracha y la rocío. Así recuerdo tiempos anteriores. Sí, mi ritual es ese: yo aspiro insecticida, o el aroma del insecticida».
Jacaranda mencionaba a las luciérnagas otra vez; Vértigo vio en ella las esquirlas de la ciudad: la ruta accidentada que va de su casa al trabajo partiéndola por la mitad, o decapitándola. ¿En dónde estaba su cabeza? Quizá los contaminantes la habían inundado, o solo era la frustración de no hallar el modo. Vértigo deseaba ir a matar cucarachas para ignorar, siquiera por pocos minutos, a esa inminente enfermedad llamada metrópoli.