Café a solas

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—Una taza de café por favor —murmuro al entrar a cualquier cafetería. Desde hace ya varios años, decidí convertirme en una mujer trotamundos de corazón ensanchado. Las citas con la soledad se han vuelto habituales, cual brebaje embriagador que anestesia el trauma del bullicio del mundo occidental. Pareciera ser un monólogo interior del que desconozco la dirección y, en ocasiones, también el destino. Comienza con una corazonada que me alerta de la bruma de carcajadas y conversaciones vacías. Mi pecho vibra por la urgencia de escuchar el canto de mis latidos.

El encuentro íntimo tiene su punto culminante cuando el sortilegio me conduce a alguna cafetería. Allí, en un gabinete apartado, donde la luz tenue acaricia mis pensamientos, me sumerjo en una reflexión debatiendo escoger entre un té chai o un latte de taro. Qué maravillosa sería la vida si esas fueran las preocupaciones del día a día, con certeza resuelvo que mi boca deje caer las mismas palabras de cada viernes: «Una taza de café americano sin azúcar, por favor».

Una respiración profunda y mi mirada perdida convergen, mi corazón juega a texturizar entre lo rugoso y lo sedoso. Es abandonar lo burdo de la vida, el tedio de realizar las mismas tareas todos los días, lo indignante de usar el bozal de lo moralmente bien recibido. ¿Por qué le tenemos más miedo a intimar que a besarnos en un bar? ¿En dónde se esconden las emociones que no tienen nombre?

El mundo está agonizando en el narcisismo, volteamos a ver nuestro reflejo en los ojos de otros sin ver un solo segundo la expresión de los rostros. El mundo está incendiándose en la incertidumbre del egoísmo, del mañana, del proverbio por el prójimo, me preocupan muchas cosas y a la vez nada. Soy una mujer ahogándose en una taza de café, una sonrisa se escapa.

El día es próspero, como el olor a café tostado que emana de las aspas del molino. El tiempo se convierte en mi amante. Una o tres páginas de recuerdos hechos versos se quedan guardados en mi libreta.

Al llegar la noche, con su serenidad y gentileza, se maceran las emociones para que, una vez más, regrese al silencio. Un silencio cálido que me abraza para susurrarme al oído: «Tu taza de café se ha acabado».

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