
La rutina cambió, aunque esquivábamos al sol con las mismas sombras que caían sobre la banca siempre olvidada donde considerábamos nuestras distancias. Entre caminares apresurados y suspiros de niños, la claridad de mi sentir me maltrataba, y tú mantenías el gesto malcriado y la mirada repostada. Agresiva. Me veías, me encontrabas, te ibas, como calculando mis temores, hasta que, de nuevo, destilaste tu inventario de adjetivos descalificativos y los fuiste abarrotando con cuidado en mi autoestima. El silencio retomó su lugar en nuestra mesa, comportándose como un viejo amigo; tú respirabas satisfecha mientras yo trataba de amortiguar mis nociones para escapar de tus palabras, de pronto, un llanto se asomó de tus ojos como un ligero pringo después de la tempestad que, obstinadamente, iba retomando su postura de ciclón en intermitentes sollozos. Las siluetas se paseaban rozando el eco de nuestros sonidos, todas me juzgaban con sus pasos lentos y pesados; yo no entendía por qué eras tú la de las lágrimas cuando el agraviado fui yo. En fin, lo único que puedo hacer es resignarme a la contradicción, aunque temo que nunca lo haga al malestar: los besos me yerran, los abrazos me estrangulan y tu compañía me lastima. ¿Hasta cuándo? Hasta que simplemente diga: basta.