Mi mamá se encontraba en cama. El doctor, con su bata pulcra de esperanza, dijo que su condición mejoraría. “Por favor, sálvala”, escribí desesperada en una hoja sucia con lágrimas, sudor y sangre que coloqué debajo de mi almohada. No pude dormir en dos noches. Ella murió al cuarto día.
En el invierno de 1999 vi a unos migrantes en el cielo de un tren, navegando sin zapatos. “Por favor, que lleguen a salvo”, escribí en una carta que se elevó al cosmos dentro de un globo blanco. El amigo policía de papá me contó un mes después que cinco decenas de personas, buscando un pedazo de utopía lejos de casa, habían sido detenidas.
Era mi cumpleaños. Y lo único en lo que podía pensar era en Sofía. “Por favor, que me haga caso”, escribí en una servilleta que quemé en las velas de mi pastel. Deseo egoísta. Sofía consiguió novio. Un equinoccio más tarde empacó su perfume y la risa que solía inundar los pasillos de la escuela, para irse del estado.
A los 16 años escuché en la radio que, en un país remoto, niñas y niños estaban siendo asesinados. “Por favor, detén esa masacre”, escribí en la nota que metí en una botella de Coca-Cola, para después aventarla con ira al mar.
Los inviernos pasaron. Me casé con un hombre de ojos castaños. Encontré empleo en la oficina color piedra más minúscula. No volví a ver a Sofía. Sepulté a mi padre debajo de un guayabo. Vi la playa convertida en vertedero de océanos grisáceos.
El fuego de la guerra no ha cesado.