El amor es una bala perdida. Un sutil y pequeño proyectil que se resiste a cualquier otra fuerza. Silencioso o ruidoso a su propia conveniencia. Tan independiente que pocas veces necesita de un fusil para ser proyectado: la palabra, la boca, los ojos, o incluso los poros de la piel son suficientes para dispararlo.
A pesar de tener un comportamiento único, se ha identificado cierto patrón: te hace amar lo inimaginable. Cosas que, estando sobrios de sus efectos, no elegiríamos. Le es muy fácil burlar esta barrera lógica porque hace uso de propia gravedad para atraerte, el enamoramiento.
Esta fuerza no solo nos arrastra a nosotros. Se lleva el oxígeno, dejándonos en un estado de hipoxia para creernos nuestras propias mentiras: «Sí, esta vez será diferente», «Creo que puedo cambiarlo». Y otras tantas alucinaciones y barbaridades. Estar enamorado es estar completamente hipóxico.
Con la lógica vulnerada y sin chalecos antibalas, este proyectil tiene una amplia ventaja. Podríamos pensar que este es el momento perfecto para asestar un último impacto, pero no es así. Luego de implosionar todo hacía uno mismo, como el punto caliente de una combustión concentrada, se expande y expulsa nuevamente la realidad. De este brutal arrebato terminamos en el suelo. La energía es tal, que la cabeza regresa a su posición original y el corazón regula su frecuencia cardiaca. Ya no estamos idiotizados y dejamos de creer.
Es aquí donde la bala se detiene. Después de explosiones, incendios y destrucción, se hace paciente esperando que tomemos la decisión final: «¿Lo aceptas o lo rechazas?». Si la respuesta es un rotundo no, el golpe vendrá de algún otro lado. Tal vez impacte en diferentes zonas dándonos la oportunidad de ser valientes soldados abatidos o eternos heridos. Esto último es una decisión meramente personal.
Si tu respuesta ha sido sí, morirás. Disfrutarás de la tranquilidad siendo oficialmente una baja del amor.
