
I. La lluvia
El día en que recogí el último calcetín del ropero de Pietro, la ciudad se preparaba para albergar una tromba. Antes de que la tormenta rompiese, todo estaba más calmo en apariencia, pero un caos despótico cruzaba el territorio. «La ventisca, por su naturaleza centrífuga, lava nuestra historia». Mi abuela lo repetía cuando sentía cerca el vaho vegetal de los cielos, signo precedente de la lluvia.
Subí hasta el séptimo piso del viejo edificio donde él vivía entonces, cerca del metro Revolución. Llamé a la puerta y atendió. Llevaba puesta una bata que le quedaba corta. Si algo amaba de Pietro eran sus brazos largos, el cabello rizado y lo que de amorosos tenían sus ojos al besar.
—Me iba a duchar, pasa.
Un cálido terror me invadió. Su cuarto de baño había visto cientos de cosas. En nuestra primera cita hicimos el amor en la tina.
—Me gustaría recoger la ropa que olvidé. ¿Sería posible?
—Claro, usa tus llaves, la chapa sigue siendo la misma.
Subimos en educado silencio hasta el departamento.
—Iré al baño, no tardo.
—Adelante, Oliv.
El cuarto de baño era hermoso. La tina al medio, un par de cuadros en las blancas paredes, una planta y un perchero junto a los alargados ventanales eran los únicos habitantes de la superficie. Debajo del tapiz, en las raíces del hogar, habitaban las memorias de los cuerpos. Caminé por el frío pasillo, al final, estaba el baño. Apenas entré, observé de reojo la mancha roja junto al gabinete. La hicimos la primera vez que me quedé a dormir.
Olivier perdió su mirada en el punto malva estampado sobre el papel tapiz. El viento abrió la puerta del cuarto de baño, dejando al descubierto al hombre delante de la tina. Pietro lo miró con sorpresa, mas no emitió sonido alguno. Era como si Olivier estuviera dormido y no quisiera despertarlo.
II. El metro
Olivier despertó sobresaltado, alguien, tocando su hombro, lo había alertado. Casi llegaban a la última estación.
—Oliv, estamos a punto de llegar.
Apenas abrió los ojos, miró a un hombre alto de cabello ensortijado alejándose. Inmediatamente, sintió una ligera humedad en su ropa interior. No era desconocida aquella sensación de saciedad momentánea, seguida de culpa y desasosiego. Ahora, debía regresar ocho estaciones en el tiempo para bajar donde tuvo que haberlo hecho. —¿Por qué ese imbécil me tocaría el hombro? —pensó, antes de bajar en Cuatro Caminos.
Sin saberlo, había redactado de memoria, con tinta onírica, una carta al porvenir.