Noche escarlata

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En una noche de luna carmesí, transito la misma calle de vuelta al lugar de rutina. Es tarde. Camino porque ellos dicen que es bueno para mi salud, igual que hacer tres comidas diarias y dormir siete horas; lo básico. Saben lo que hace bien a mi cuerpo. Es necesario que salga.

Me gusta tomar las calles con menos personas. Aquellas en las que, en menor medida, debo levantar la cabeza para encontrar anuncios de cosas que no necesito, con cuerpos y rostros que no quiero ver.

—¿Cuándo fue la última vez que deseaste ver a alguien?

Caminan a mi lado unos zapatos de charol color terracota que reconozco de algún lugar. ¿Qué lugar? No logro recordar ni un solo rostro del último lugar que recuerdo haber visitado.

—Quizá el mes pasado… —respondí, pero no recuerdo a quien.

No puedo nombrar las avenidas que camino o las cosas que existen en esas calles que acabo de atravesar. Tengo una vida simple, sin mucho que contar.

La vía se angosta y su voz me dice:

—¿Cómo estás?

El silencio invade mi cabeza, mis oídos se perturban por el sonido de los zapatos sobre la acera, de las gotas de lluvia que comienzan a caer en los tejados y de las hojas de árboles lejanos rozando sus tallos. El tintineo de la reja que rocé accidentalmente con mis manos extrae mi conciencia de vuelta a los zapatos color terracota.

—Voy a verlos. Ellos sabrán cómo estoy.

Sigo transitando la misma vía de conversaciones triviales. Soy una farsante que solo sabe qué responder.

Su voz grave susurra:

—¿Has notado que los maniquíes de las vitrinas de estos lugares no tienen rostro?

Levanto la vista y un tedio inquieto me invade. Me encontré sola, en una calle desconocida, acorralada por mi propio reflejo dibujado en las vitrinas de los almacenes vacíos que rodeaban aquella oscura avenida a la que solo alumbraba la luna carmesí.

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