Desde el infierno

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Gael despertó con un horrendo frío recorriéndole la carne; lucía pálido y enfermizo. Esto de buscar un nuevo lugar para habitar lo estaba matando y eso era mucho decir para alguien que ya estaba muerto. Llevaban meses vagando por el inframundo en busca de un nuevo infierno, pues el anterior se había llenado y no cabía ni un alma más, así que miles de legiones demoniacas decidieron empacar trinches, cuernos y cenizas, dispuestos a encontrar un nuevo lugar para ver arder las calderas y sembrar pecados, pero hasta el momento no habían encontrado un lugar igual de soleado.

Llegaron al Valhala, pero las almas de los vikingos resultaron ser bestias incontrolables, que ante cualquier cosa salían corriendo dispuestos a comenzar una nueva guerra. También intentaron seguir las huellas de Anubis, pero cuando llegaron al otro lado del río, a Osiris le bastó con ver sus cuernos para declararlos culpables y ellos no necesitaban sumarle años a sus condenas, así que huyeron dejándose arrastrar por los vientos del Noreste. Terminaron en las puertas del Olimpo, en el reino de Hades, justo de donde acababan de salir, pues aunque Hades fuera el Diablo que necesitaban, el lugar no era lo suficientemente infernal para ser su infierno.

Los pies les dolían, sus colmillos habían perdido el filo y Pereza había olvidado cargar con sus maletas, así que el carbón se les había terminado y los trinches se habían perdido. ¿Qué sería de nuestros valientes villanos? Sólo les quedaba llegar a la Tierra e intentar adaptarse a los paganos, que esperaban fueran más civilizados que los vikingos.

—¿Seguros de que en el infierno ya no cabe ni un alma?

—¡Ni siquiera un pecado más!

—Pero la tierra de los humanos queda muy lejos.

—Pereza tiene razón, además escuché que, si nos arrepentimos lo suficiente, podrían aceptarnos en el cielo.

—¿Y dejar que nos bañen? ¡Ni pensarlo!

La legión entera se retorció pensando aquello y guardaron silencio. Continuaron con su camino. Pasaron por desiertos demasiado húmedos, selvas demasiado áridas y playas demasiado nevadas, ningún lugar parecía ser el correcto para asentar sus calderas. Caminaron mil años más, hasta que el viento del sur estaba demasiado lejano y el Sol del este ya no se miraba.

Caminaron hasta que los pecados que llevaban colgando como equipaje dejaron de sentirse pesados. Entonces, el gran Asmodeo dijo lo que las almas ya sabían:

—Hemos llegado.

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