
Todos los días le escribía para mandarle amor y esperaba ser correspondido. Sin embargo, no fue así.
No sé si Lucía recibía mis cartas, pero yo le seguía escribiendo. Escribía y escribía porque mi amor por ella era real y era eterno, me gustaba inmortalizarlo en papel. Aunque la idea de externarlo me asustaba, era excitante imaginar el fluir del sentimiento para llegar a ella y repetirse el ciclo.
Por más de cuatro años le envié mi corazón membretado, pero ella jamás respondió. Yo siempre imaginaba sus respuestas, fantaseaba con ellas y las sentía tan propias de ella, que alegraban mis tristezas.
Lucía era una mujer que conocí en la preparatoria, días antes de graduarnos. Salimos un par de veces, nos enamoramos y nos juramos no marchitarnos. Las cosas funcionaban al calor de la vida; lo crudo pasó cuando ella me informó que se mudaría. No sabíamos qué hacer, discutimos toda una noche. Queríamos seguir juntos, pero era muy complicado mantener un amor sin caricias, miradas y sonrisas. En la última manecilla del reloj, decidimos que seguiríamos con nuestra historia, que las cartas nos mantendrían vivos. Ella se fue a mil kilómetros de mí, sólo me dejó su dirección y diez fotos.
La dirección me incomodaba, porque el sentido de lejanía era sádico. Las fotos eran peores, me castigaban, me dolían, me recordaban la vida con Lucía en instantes y cuando les quitaba la mirada me apagaban.
Al no obtener respuesta, me rendí, pero no del todo. Porque seguía aguardando una réplica que me armonizara. Ya no le escribí más en papel, guardé mis plumas, mis hojas, los sellos y, con todo esto, también mis sentimientos.
No escribirle tuvo secuelas, mis emociones se oxidaron y a mi cuerpo no le hizo gracia el dolor. Sólo pasaron unas cuantas semanas para que me declararan extinto. Sobre la faz de la tierra ya no había nada de mí, mis cartas también se fueron. Mi esperanza únicamente quedó en que los escritos para Lucía no hayan sido ignorados.
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