
Sigo odiando que mi cabello no crezca. Mi cuerpo ha cambiado, bajé casi diez kilos en estos meses; los medicamentos, la depresión que se vino como encrucijada y la soledad, me han quitado todo el apetito. Mi cuerpo ha formado otro cuerpo dentro del mío, o, mejor dicho, fuera del mío, dado mi estado diminuto. Es como una extensión aurosa que me rodea: oscura, densa, impenetrable. Cuerpo extirpado de mi estado funesto, contra mi falta de entusiasmo, de vida y placer. El rencor que le guardé por dejarme sola, el dolor de quedarme sin mi mejor amiga, ser parte de la misma sobredosis de droga que nos jodió a las dos, mi madre llamando y haciendo las mismas preguntas (y yo con la misma culpa), cada mañana inactiva, el mismo cuadro de mi sala con esa molesta y estática mancha de vino en la esquina inferior, el sonido del refrigerador en la madrugada, la desesperación de no encontrar empleo y, todavía, mis aferradas y casi hogareñas ideas suicidas.
Me volví dura. Conmigo especialmente. Es un odio automedicado y por supuesto no veo a nadie; solo a mi perro, y lo lamento por él.
Me miro al espejo de vez en ganas,
de vez en paz,
de vez en cuando,
y mi cabello estúpidamente idéntico.
Me hace pensar que el tiempo no pasa, pero veo que pasa porque ya perdí dos semestres de la escuela, ya no tengo ahorros, ninguno de mis proyectos sobrevive ni en mi calendario ni en mi cabeza, mi perro sigue sin aprender dónde orinar y cada vez hago menos por intentarlo, bajé tanto de peso que la debilidad se expresa en todos mis movimientos, dolor en huesos, fatiga, fragilidad.
Mi cuerpo está desapareciendo, mi paciencia también,
«¿Qué me sujeta a la vida?»,
me lo pregunto tantas veces que creo ya es una respuesta.
Y sigo aquí, con la misma expresión del cabello, como fotografía impresa. Sé que el tiempo pasa, también, porque construyeron un supermercado a tres cuadras de mi casa y cuando miro por la ventana o camino por ahí, veo cómo avanza. Hay más pilares, ladrillos, cemento. La arquitectura va tomando voz y avanza rápido. Un supermercado más. Lleno de colores y olores. Se solidifica, se hace inmenso y la gente comienza a preguntarse: ¿Qué tiendas habrá? ¿Quédías abrirá? ¿Qué horario tendrá? Y especula contenta.
En cambio yo, como recién demolida,
miro por la ventana con el mismo corte de cabello de hace un año
cuando rompí con la realidad.